lunes, 9 de septiembre de 2019

La república herida y el kirchnerismo milagrero


Sonríeme, hermano", le susurra al oído el pérfido emperador Lucio Aurelio Cómodo mientras lo abraza y lo besa como Judas, y le clava un estilete dorado en la espalda. Máximo Décimo Meridio, héroe de las guerras contra las tribus germánicas y gladiador popular, se encuentra a punto de salir a la arena del Coliseo para enfrentarse precisamente a Cómodo, en el combate decisivo de su vida y ante la vista del pueblo de Roma, pero resulta que ahora lleva bajo las corazas una herida secreta, está sangrando y la lucha será entonces desigual y más peligrosa que nunca. Máximo sale finalmente al ruedo disminuido y vulnerable; las posibilidades de triunfar y sobrevivir son mínimas. La escena cúlmine es quizá ficcional, aunque está inspirada en el libro canónico Historia Augusta y también en las peripecias de Espartaco, y fue escrita por el guionista de Gladiador. Mauricio Macri recordó esa secuencia del film de Ridley Scott cuando un fallo supremo, en las vísperas de salir a gobernar, lo obligó a fulminar el mecanismo de retención de fondos a las provincias, aquel truco genial del kirchnerismo para cacarear federalismo y practicar desde Balcarce 50 un severo régimen unitario de control, premios y castigos. Evocando aquel puntazo y aquel tambaleante derrotero del gladiador, el nuevo presidente acató y amplió la decisión, y trató de hacer de esa necesidad una virtud republicana, pero lo concreto es que a partir de aquel momento su capacidad de poder acusó una herida mortal. Limitado por sus propios principios, Cambiemos aceptó otras desventajas: derogó la ley de superpoderes y no quiso construir una Corte Suprema en sintonía con los requerimientos de la emergencia. Si no se hubiera conducido así, admito que muchos de nosotros lo habríamos criticado con dureza. Lo cierto es que fue como si a esa insidiosa herida bajo la coraza se le agregaran un brazo atado atrás y una venda en los ojos, y como si Cómodo hubiera ordenado soltar también a los leones. Existen muy pocos antecedentes en la historia occidental, y hace cien años que prácticamente no se registra en la Argentina, el hecho increíble de que un gobierno atraviese todo su período sin mayorías en ninguna de las dos cámaras del Parlamento. Fernando Henrique Cardoso, cuando hace unos días le contaron el récord, no salía de su asombro; le parecía una hazaña gobernar en esas condiciones inclementes. Aquella escribanía de la "década ganada", que le aprobó el noventa por ciento de sus proyectos a la arquitecta egipcia, se sentó en estos cuatro años a impedir, o en todo caso, a vender muy cara su tímida cooperación. Cuando el látigo no existe y la billetera es flaca, todo resulta cuesta arriba, en un contexto político, sindical y empresarial acostumbrado a actuar por el temor o por el oro, escasamente por el bronce. No dejemos afuera a algunos periodistas y presentadores, que libres del miedo (Macri no asusta a nadie) y sin recompensa o pauta publicitaria, pasaron de caniches a rottweilers. Para no ser malos fuimos estúpidos, podría decir un republicano medio. Tal vez lo fueron en un país donde imperan las mafias y los atajos; el populismo se transformó en sentido común y en una cultura natural y policlasista; el movimiento justicialista generó su propia oligarquía e intenta ser consagrado para siempre como el "partido único", y una facción antisistema opera en modo boicot y busca el colapso del otro, a quien no le concede ni siquiera la legitimidad constitucional. Si a eso le añadimos imperdonables errores propios de acción política y económica, y mala fortuna, tendremos un cuadro completo. Y podremos pensar en profundidad si era posible administrar con purismo republicano una nación corporativa, y corrompida por décadas de irrespeto a la ley y de menguado amor por la normalidad democrática. ¿Se puede ser un pacifista en un pabellón de asesinos múltiples?
Cuando hace unos días Paul Krugman, venerable articulista, cuestionó públicamente la estrategia económica y las sugerencias de madame Lagarde, lo hizo con el manual y por derecha: habría que haber aplicado una contracción fiscal aún más fuerte en la Argentina. El kirchnerismo utilizó la crítica al médico para fustigar al Gobierno, y ocultó convenientemente la enfermedad de fondo y los remedios que proponía el economista norteamericano. Pero más allá de esa picardía criolla, lo relevante es que el manual de Krugman no prevé ni sospecha la inédita economía bimonetaria en la que nos desempeñamos, ni los hábitos que aceptó una sociedad ganada por la lógica populista. Ni mucho menos la presencia activa del peronismo, sus corporaciones y sus adherentes extrapartidarios y todopoderosos: ellos forman la melaza espesa que impide navegar hacia un "país normal". El oficialismo perdió en las urnas por efectuar una contracción mucho más débil y menos dolorosa de la que Krugman recetaría. Y el caso Portugal, postulado ahora por el kirchnerismo como un modelo de "crecimiento sin ajuste", es una soberana mentira. El economista Eduardo Levy Yeyati dio la fórmula secreta del "milagro portugués": "Caída del salario real, eliminación del aguinaldo, aumento de la jornada laboral, emigración masiva a Europa, tres años de recesión". Y a pesar de todos esos esfuerzos, sin el Banco Central Europeo como garante y colocada esa misma nación en América Latina, estaría hoy igualmente al borde del abismo.
El asunto conecta con la ocurrencia del ilustre Guillermo Calvo, pronunciada pocos días antes de las primarias: "Cristina es lo mejor que le puede pasar el país; va a aplicar el ajuste con apoyo popular, culpando al gobernante previo". Cierta ortodoxia ama más la fortaleza que la república. Es por eso que en el siglo pasado se alió con el partido militar (creando el "fascismo de mercado") y luego con el partido populista (creando el menemismo). Pasión de los fuertes, y a los tibios que los vomite Wall Street. La pregunta, no obstante, es si efectivamente Cristina contrató a Alberto para que realice esa proeza. Porque la deuda se puede reprogramar; lo difícil va a ser bajar los impuestos, modificar las leyes laborales para hacernos competitivos, y poner en caja un Estado estrafalario e inviable, generado irresponsablemente por distintas capas de peronismo y llevado al cenit por los kirchneristas, que tomaron más de un millón de empleados públicos, que ingresaron a más de dos millones de jubilados sin aportes, que crearon un sistema de contratos y delirantes subsidios permanentes, y desplegaron todo un esquema de clientelismo crónico. Quizá tenga razón Calvo y al peronismo le disculpen estos mismos recortes homéricos (o aún peores) que ahora le impugnan al gato. Porque al final resultará imposible eludir los sacrificios de Portugal, compañeros.
Flota cíclicamente en el aire la idea de que era fácil y de que los padecimientos resultaban evitables; también que la Argentina genera la suficiente riqueza para vivir como pretende. Todos esos mitos facilistas del inconsciente argentino regresan, y aquí están entre nosotros, de la mano de milagreros reencarnados, a quienes les tendrán, eso sí, toda la paciencia del mundo. Ya se sabe: si el peronismo te regala una casa, lo votás hasta la muerte; si lo hace un republicano, le criticás la estética de los pisos y militás para que pierda. Los peronistas digieren el sapo más repugnante con tal de que se los sirva un peronista en bandeja de plata. Ya lo decía Máximo Décimo Meridio: "No nos ocurre nada que no estemos preparados para soportar".
LA NACION
8 de septiembre de 2019  

sábado, 7 de septiembre de 2019

El mundo creado por la Ilustración es el mejor que haya existido


BOLONIA.- Apocalipsis y redención: este es el clima; el mundo se desmorona, se acerca el día del juicio; urgen expiación y resurrección, penitencia y purificación. Se trata de gritar la catástrofe, de señalar a la "aberrante" civilización occidental; un réquiem indignado a la democracia representativa. ¿Todo esto tiene sentido? Es difícil razonar entre el estruendo de los tambores, el bombo que baten los medios, los gritos mesiánicos; distinguir las alarmas sensatas de las irrazonables, los ladridos de las picaduras: cuando la atmósfera se vuelve tan tóxica todo se reduce a dos extremos, dos polos, como quieren los redentores. Pero la vida y la historia son más complicadas que esto, y caer en la trampa maniquea no es sabio ni útil: los historiadores deberíamos servir para eso; para poner las cosas en perspectiva.
Vistos a la luz de la historia, los vientos milenaristas no son nuevos en absoluto; son recurrentes y más o menos siempre iguales. Para quienes la vivieron o la estudiaron, la "bomba demográfica" causó en su momento reacciones histéricas: ¡el mundo tenía sus días contados! La escena se repitió con el agotamiento de los recursos naturales: la civilización se está acabando. ¿Y la democracia representativa? Dada por muerta innumerables veces, ha sido combatida de mil maneras.
En retrospectiva, sabemos que fueron alarmas exageradas; no hubo apocalipsis. Gracias a la mayor prosperidad, el crecimiento de la población va estabilizándose: muchos países perderán habitantes. Gracias al progreso de la ciencia y a las revoluciones agrícolas -a las mejoras que los catastrofistas siempre olvidan considerar- los recursos son más abundantes. En cuanto a la democracia, ¿qué decir de ella? Es cierto que pasa por un mal momento y necesita reformas; pero si miramos la historia, su difusión, flexibilidad y adaptabilidad son sorprendentes.
¿Significa que el cambio climático, la desigualdad social, la crisis de la democracia, todos los síntomas del malestar de nuestra época son infundados? Claro que no: son reales, serios y peligrosos. Pero deben ser analizados y abordados con racionalidad; todo lo contrario del enfoque milenario en boga: la corrección de errores, la perspectiva reformista, la confianza en el conocimiento, las buenas instituciones han permitido superar las crisis del pasado; son las que servirán para ganar en estas también, son el mejor legado de la Ilustración, nacida en Occidente pero cada vez más generalizada. Por otro lado, el milenarismo es una reacción emocional que no solo no ofrece respuestas, sino que inhibe las que serían necesarias, alejando las soluciones: tanto el milenarismo xenófobo y autoritario como el moralista y pobrista.
No serán las cruzadas contra el capitalismo, la democracia liberal, la razón y Occidente lo que nos va a permitir superar los desafíos de nuestros tiempos, como tampoco permitieron superar los desafíos del pasado. No se hallará la respuesta cerrándose dentro de las fronteras ni soñando con Arcadias que nunca existieron. Por la obvia razón de que todos tienen derecho a progresar y mejorar las condiciones de vida, y que el "progreso" ensucia, la tecnología genera desigualdades y la fuga de la pobreza no tiene éxito para todos al mismo tiempo; ni en el mundo capitalista y en el mundo no capitalista.
Para enmendar las distorsiones, para ampliar las oportunidades, necesitamos un enfoque pragmático y racional, no apocalíptico y emocional; más ciencia, no más fe; tenemos que aplicar mejor las herramientas que hemos aplicado hasta ahora y crear nuevas, no tirarlas por la borda como si fueran chatarra.
A fuerza de repetir que el mundo nunca ha sido más inseguro y belicoso, injusto e infeliz, cínico y peligroso, la percepción se impone. Pero eso es falso; descaradamente falso. No lo digo yo, lo dicen los datos: por desagradable que sea o que nos pueda parecer, el mundo creado en solo doscientos cincuenta años por la revolución de la Ilustración es, con mucho, el más próspero, saludable, educado, pacífico e interesante que haya existido; y la tendencia es a mejorar, aunque no le hagamos caso a ese dato. Y a mejorar no para el 0,1% de la población, sino para la mayoría de la humanidad, cosa que en cualquier época del pasado habría resultado impensable: es bien sabido por quienes, entre un capítulo y otro de Thomas Picketty, estudiaron a Angus Deaton o Steven Pinker.
No es triunfalismo ni consuelo, eso sería absurdo: hay demasiada hambre e injusticia, pobreza y enfermedad; pero la verdad es que nunca antes había habido una cuota tan baja de "descartados". Hay que corregir y ajustar el curso pero ¡ay de abandonarlo!
La realidad, a diferencia de los relatos apocalípticos, goza de poca popularidad. Siempre ha sido así. ¿Cómo se explica ese fenómeno? Las razones de esta "distorsión cognitiva" son diferentes: los psicólogos las han estudiado. A mí me preocupa especialmente otra: la persistencia, en nuestra cultura, del pensamiento "historicista", de la idea de que la historia tenga una finalidad: ya sea el plan de Dios o las "leyes" evolutivas. Es una idea de origen religioso, precientífico, heredada por algunos sistemas filosóficos, el marxismo en primer lugar: la historia como redención, como salvación. Esta visión providencialista no evalúa el mundo tal como es, no aprende de los errores para mejorarlo: lo juzga por cómo supone que debería ser y, por lo tanto, lo condena; denuncia el apocalipsis para reclamar la redención. Nadie lo explicó mejor que Karl Popper, quien dedicó páginas admirables a la "miseria del historicismo".
Sin embargo, la historia tal como es resulta mucho más reveladora que la historia tal como debería ser. Nos dice que no todos tienen la misma razón para evocar el apocalipsis; que muchos de los que ladran a la luna harían bien en mirarse en el espejo: si en una época el 30% de los chilenos eran pobres contra apenas el 10% de los argentinos, y ahora las cifras están invertidas; si Italia viene detrás de todos en innovación y crecimiento en la Unión Europea; si durante décadas Venezuela acogió a millones los migrantes que hoy expulsa a países que fueron mucho más pobres que ella; si Vietnam, al que Cuba enseñó a producir café, se ha convertido en un importante exportador de ese producto, mientras que La Habana lo importa y raciona; si desde que la isla introdujo la propiedad privada y la economía de mercado ha reducido la pobreza que los cubanos sufren en masa; si a algunos les fue bien y a otros les fue mal, ¿por qué invocar como causa de todos los males a los grandes sistemas, la crisis de Occidente o la alicaída democracia?
Será suficiente tener el coraje de reconocer los errores y corregirlos; y la paciencia para esperar que las correcciones den fruto. Si pensáramos fríamente entre los vapores de la ira, nos parecería evidente.

Fuente: LA NACION - Crédito: Alfredo Sabat
4 de septiembre de 2019  
Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia