domingo, 18 de agosto de 2019

PASOS DESTEMPLADOS


PASOS DESTEMPLADOS
Otra novela de  Alejandro Marin




Un asesinato ocurrido en la ciudad argentina de Rosario enfrenta a Jordi Gonorria, economista y cocinero y a su amigo Quito Verdudo, comisario retirado de la policía federal, con un nuevo misterio.
El narcotráfico, que infesta Rosario; los nunca del todo revelados secretos del nazismo en la Argentina  de fines de los años cuarenta del siglo pasado y los fraudes financieros internacionales, constituyen el escenario que transitarán, buscando el rastro que los lleve a dilucidar el hecho.
En el camino los acompañan viejos amigos, personajes literarios, otros de carne y hueso que han dejado sus huellas, caracteres pintorescos y las vicisitudes de la relación  de nuestro economista con su nueva novia.
Historia contada en forma ágil y amena,  a la que no le faltan historias culinarias y recetas de platos sabrosos, reflexiones sobre la actualidad económica y situaciones que sorprenderán al lector.

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lunes, 12 de agosto de 2019

SE NOTA LA DIFERENCIA?


Malos tiempos para los héroes
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Hay en Londres un monumento que descubrí hace poco y me llamó mucho la atención. En él nunca faltan flores. Se trata de un memorial –inaugurado hace sólo siete años por la reina Isabel II– en recuerdo de los 54.574 tripulantes de bombarderos británicos que murieron atacando Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. El lugar es conmovedor, pues muestra a siete figuras de bronce de aviadores vestidos con ropa de vuelo, de tamaño algo mayor que el natural, en unas actitudes serenas y muy dignas. Se trata de hombres muertos de verdad, piensa uno cuando los ve. Se ve que realmente lo están. Parecen fantasmas melancólicos.
El monumento se encuentra junto a la entrada oeste de Green Park, cerca de la casa de Wellington, y merece la pena echarle un vistazo. Sobre todo porque muestra, entre otras cosas, la ausencia de complejos históricos británica. Esos aviadores murieron mientras bombardeaban Alemania, causando centenares de miles de víctimas: sólo en Dresde, que fue arrasada por completo, murieron 25.000 personas. Sin embargo, la idea pretende quedar por encima del horror: combatían por su patria, cumplían su deber y cayeron como héroes. Punto. El resto puede –y naturalmente, debe– discutirse en otros lugares, pero allí sólo se trata de honrar a hombres valientes. A héroes de guerra.
Casualmente, y así son las cosas de la vida, estuve ante ese monumento el mismo día que al otro lado del Atlántico, en Buenos Aires, dos veteranos pilotos argentinos supervivientes de los ataques aéreos contra la flota británica en 1982 eran insultados cuando fueron invitados a contar su experiencia en un colegio de la ciudad. Habían sido llamados a dar una charla y se llenó el aula; pero, en cuanto abrieron la boca, dos alumnos y un adulto sacaron a relucir los 30.000 desaparecidos de la represión y la infame maniobra que fue Malvinas para el régimen militar: ciertos ambos extremos, sobre los que, con toda razón, mucho se ha debatido y se debate en Argentina; pero sin ninguna relación con el motivo de la charla, pues los dos pilotos, que cuando la guerra tenían veintipocos años, habían sido invitados por el centro escolar para que hablasen de los combates aéreos que protagonizaron, de los compañeros derribados mientras atacaban a los barcos ingleses, del sacrificio suicida de aquellos jóvenes que, volando con sus Skyhawk al límite de las reservas de combustible, a diez metros sobre el mar y con las salpicaduras de las olas en los parabrisas, se metieron entre la implacable defensa aérea enemiga y murieron sin rechistar, sencillamente, cumpliendo con su deber y con su oficio.
No les dejaron ni contarlo. Con la aprobación y aplausos de alumnos y padres de ambos sexos, los dos jóvenes y el adulto –tal vez un padre, quizás un espontáneo– centraron sus preguntas y comentarios exclusivamente sobre la dictadura militar, reprochando a los dos veteranos que hubieran ido allí a hablar de otra cosa. Respondieron éstos que sólo pretendían narrar aquello para lo que se les había invitado: la actuación de los pilotos argentinos en la guerra; pero fueron acallados por el abucheo, hasta el punto de que las autoridades del colegio, acobardadas, suspendieron el acto. Al día siguiente, 352 padres y madres de los estudiantes firmaron un documento protestando porque los dos veteranos hubiesen pretendido hablar de pilotos y aviones y no de represores y asesinos. Y eso fue todo.
Supongo que ustedes, como yo mismo, tendrán sus opiniones sobre el asunto. Sobre si un hombre o una mujer valientes, un héroe de guerra que lo es bajo un régimen nefasto o perverso pierde su condición de tal o la conserva. Si debe ir por la vida con la cabeza alta o esconderse en un agujero. Si, por traer aquí la cosa, tan admirable era un soldado republicano atacando bajo el fuego en Belchite o Brunete como los soldados franquistas que se defendían como tigres al otro lado. Y, bueno. Yo sé lo que pienso, y cada cual tendrá su propia respuesta. También, como contaba al principio de este artículo, los británicos tienen la suya. Los he visto expresarla en un conocido vídeo del ataque aéreo a sus barcos en Malvinas, cuando un piloto argentino, volando impávido a ras del agua con su Skyhawk entre el intenso fuego antiaéreo, se eleva un poco para lanzar sus bombas y pasa rozando el palo de la fragata desde la que le disparan; y en otro barco cercano, desde el que están grabando la escena, se escuchan los gritos de admiración y los aplausos de los marinos ingleses.


martes, 11 de junio de 2019

REVIVAL


Los buenos artículos son buenos porque mantienen su actualidad.
Por eso me permito  repetir un artículo que escribí en este blog hace ya varios años, con motivo de las movilizaciones ciudadanas contra la dama que gozaba del poder por la época.
El actor principal del artículo, defensor incondicional de la indefendible, era a la sazón director de la Biblioteca Nacional. Y está muy bien, porque el hombre debe haber leído. Pero además de ejercer como podía su función, tenía tiempo para manifestar que detrás de las cacerolas se escondía la envidia que embargaba a las protestonas,
Acá vamos.
(O volvemos)

LA CALENTURA DEL PENSADOR

El pensador estaba desarbolado. Por más ahínco que le pusiera al pensamiento, no lograba llegar a la razón última que llevaba a las gentes a oponerse al gobierno regio.
Por cierto que su ensimismamiento profesional le permitía apreciar los motivos rastreros que creaban tanta bulla. Veía con indignación los ánimos execrables que buscaban desacreditar una lucha sin par para restaurar miserables privilegios. Y, sobre todo, la maldad de los monopolios periodísticos que fogoneaban y hasta coordinaban el golpe de cacerola y la pregunta agresiva.
Pero de tanto esmerarse en el ejercicio del pensamiento, un día descubrió que la causa última de todo no estaba donde pensaba. Estaba en la enfermedad española, diseminada por Repsol en todos los rincones de la patria.
La envidia. Uno de los siete pecados capitales.
Ahora entiendo, pensó. Esas pobres mujeres, movidas por mezquinos intereses, como no van a envidiar a la regia. A esa diosa moderna que conjuga las virtudes de Venus y Minerva.
Como no van a envidiar esa belleza, ese buen gusto, esa elegancia, esos mohines incomparables con que acompaña sus disertaciones. Esa valentía para plantarse ante los poderosos del mundo y exhibirles sus miserias, sus errores, sus hipocresías. Para mostrarles el camino para mejorar sus países y atender a sus pueblos.
Para ofrecerles el camino de la sabiduría.
Para contarle en su estilo coloquial a los pobres chicos de universidades extranjeras, “formateados” por intereses inconfesables, historias rocambolescas y extraordinarias.
Como no van a envidiar sus incomparables éxitos personales y económicos.
La regia no conoce la envidia. Mueve su bellísima cabellera al compás de sus verdades absolutas mientras las caceroleras – como todas las envidiosas - son espectros femeninos de tinte lívido que llevan en su cabeza infinidad de culebras.
Y como no la van a odiar los hombres grises que acompañan a esas mujeres grises por las oscuridades de sus vidas. Que jamás podrán acceder a esta Palas Atenea. A esta diosa olímpica.
Que solo entregó su vida a ese campeón de mirada esquiva, con el rostro tallado por los caprichosos vientos patagónicos. Que cual Bello Brummell fatigó sus mocasines y su chamarra de cuero por todo el mundo conocido. Llevando el nuevo verbo y pariendo el nacimiento de la nueva y verdadera historia.
Desde Rio Gallegos a Puerto San Julián. De Puerto Deseado a Caleta Olivia, a Pico Truncado, a Cañadón Seco. A Gobernador Moyano, a Bajo Caracoles. Y a la tierra prometida de Calafate, Partenón de los dioses inmobiliarios.
Que enseñó, siguiendo a Laclau y a Menotti, sus filósofos de cabecera, que la mejor defensa es un buen ataque.
El pensador sabía que él tampoco podía acceder a esta hija de Zeus. Se conformaba con un beso furtivo en la mejilla en algún acto oficial y una sutil caricia en sus manos ejemplares.
Y con mirarla diariamente por televisión y atender sus cadenas nacionales. Que tenía grabadas y desgranaba a diario para extasiarse con esas horas que le parecían escasas.
Y, hombre al fin, sentía la pulsión que le producían esas manos níveas que acariciaban micrófonos rebeldes. La granada de su boca sabia que debía saber a berries patagónicos. Y la frescura que adivinaba en su aliento, perfumado como jazmines de patios platenses.
Y a veces hasta se animaba a imaginar la belleza de su cuerpo admirable de Afrodita, escondido en mohaires, cachemiras, chifóns, georgettes, rasos, tafetanes de  elegancia sin par.
Hasta que un día su mujer, compañera de tantos años, le formuló la pregunta tan temida.
¿Papito, te agarraste una calentura con Cristina?


martes, 28 de mayo de 2019

ESCENAS QUE RECONFORTAN


Cuando pasas buena parte de tu vida entre viaje y viaje, acabas desarrollando costumbres y manías que ya no puedes quitarte de encima. Una de las mías es que detesto desayunar o comer en los hoteles donde me alojo, sean éstos de la clase que sean; así que, cuando dispongo de tiempo, busco un café o un restaurante cercanos donde resolver el asunto. En Buenos Aires me las estuve arreglando durante varias décadas con el café La Biela, para el desayuno, y con el restaurante Múnich para comidas y cenas. El problema es que hace un par de años cerraron el restaurante, y próxima a mi hotel habitual ya sólo queda La Biela, que es una cafetería clásica, con veteranos y eficientes camareros al estilo del café Gijón de Madrid. Hasta ella paseo cada mañana, cuando estoy en esa ciudad, para sentarme junto a una ventana, pedir un par de medias lunas con un vaso de leche, hojear los periódicos y ver pasar a los perros más o menos felices que, atraillados en grupo, sacan sus cuidadores a pasear por La Recoleta.
La Biela está próxima a la casa donde vivía Adolfo Bioy Casares, y era frecuentada por éste y por su amigo Jorge Luis Borges. Para homenajearlos, una de las mesas está ocupada por sus efigies de cartón piedra a tamaño natural, sentados como si estuvieran de tertulia. Entre ellos hay una silla libre, que ocupan los visitantes para fotografiarse con los dos maestros. Eso tiene un éxito razonable, y son muchos quienes lo hacen cada día; aunque ignoro –y por algunos comentarios deduzco que no– si todos los que posan saben con quiénes se hacen la foto. De cualquier modo, cuando hace buen tiempo el mayor éxito fotográfico está fuera del café, en la puerta. Durante muchos años, las figuras de dos legendarios corredores automovilísticos argentinos, Juan Gálvez y Oscar Alfredo Gálvez El Aguilucho, han venido siendo un reclamo para turistas y buscadores de recuerdos; pero el añadido reciente del futbolista Messi, con la camiseta argentina y un pie sobre un balón, ha disparado las visitas. Raro es mirar por la ventana, hacia el jugador, y no ver a alguien posando o esperando turno para hacerlo. Como dice Daniel, uno de los viejos camareros, cada cual baila el tango a su manera.
El caso es que esta mañana me encuentro en La Biela, en una de mis mesas habituales, leyendo en La Nación el artículo de mi compadre Jorge Fernández Díaz, cuando veo entrar a un hombre cuarentón, bien vestido y de buen aspecto –La Recoleta es un barrio elegante–, llevando de la mano a su hija de cuatro o cinco años. Es domingo, y el aspecto de padre separado con derecho a fin de semana canta La Traviata. Y ocurre que los dos vienen a sentarse en una mesa contigua a la mía, hablando de sus cosas, y al rato la niña mira curiosa a Borges y Bioy Casares, se acerca, los toca con cautela y vuelve corriendo con su papi. Eso parece darle a éste una idea. «Voy a hacerte una foto con los muñecos», dice. Así que la pequeña se sienta complacida entre las dos figuras y el padre le toma un par de fotos con el teléfono móvil. «Son dos escritores muy importantes –le dice éste–. Dos señores que ya se murieron, los pobres, pero escribían cuentos muy bonitos, como los que te leemos mamá y yo. Cuando seas mayor podrás leerlos tú también, y te gustarán mucho».
Al rato, acabado el desayuno, padre e hija se levantan. En ese momento, la niña mira por mi ventana y ve al otro lado la figura balompédica de Messi, con su camiseta blanquiazul de la selección nacional argentina. «Hazme una foto con ese otro muñeco», dice. Y entonces, muy despacio, impasible el rostro, el padre se inclina un poco para mirar por la ventana, acaricia el pelo de su hija y pronuncia unas palabras gloriosas que, a mi juicio y tal vez al de algunos de ustedes, lo hacen merecedor a los títulos de Argentino Ejemplar, Ciudadano Ilustre y Padre del Año: «No, ésa no hace falta. Nosotros ya tenemos la foto que queremos».
Y eso es todo, o casi. Porque al salir, mientras el padre se detiene junto a mi ventana para atender el teléfono teniendo de la mano a la hija, ésta mira de reojo a Messi y después se vuelve hacia mí, inquisitiva, como si esperase una confirmación a lo afirmado antes por su papi. Entonces pongo mi mano abierta en la ventana, apoyada en el cristal; y la niña, tras dudar un momento, alza muy seria su manita y la acerca hasta tocar la mía por el otro lado. Entonces siento detrás las miradas satisfechas de Borges y Bioy Casares, y tengo la certeza de que en efecto, como dijo su padre, esa niña los leerá cuando sea mayor. Y le gustarán mucho.
Una foto en La Biela
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sábado, 9 de marzo de 2019

LA COCINA DEL ECONOMISTA Y DETECTIVE JORDI GONORRIA. “Las mujeres que no eran quienes decían ser”



Comencemos con unas ensaladas preparadas para un asado:
Lechuga con ajo finamente picado, aceitunas descarozadas en trozos y croutons, alineada con mostaza de Dijon disuelta en vinagre y aceite de oliva y terminada con astillas de parmesano, como me había enseñado Gumer. Elegí la lechuga Iceberg por su sabor suave y su textura crujiente. Otra de cebolla desflemada con pimientos asados y la tercera de espinaca - conseguí una fresca y carnosa que daba gusto - mezclada con champiñones y cebollitas de verdeo ligeramente salteados en una sartén con oliva y ajo.
Sigamos  otra noche: Para el primer plato compré unos magníficos higos. Carnosos, con colores vivos. Y además de los higos adquirí albahaca morada, con su color púrpura y el gusto diferente, fresco y anisado, otra rareza para la meteorología de la época. Y del país. Porque esa disponibilidad me retrotrajo a los buenos tiempos de Carlitos Méndez cuando, como cualquier ciudadano del mundo civilizado, nos podíamos deleitar en el mercado eligiendo antojos sin importar su origen ni sus temporadas.
Así que para entrar, preparé una ensalada cuyos derechos de autor pertenecen a Jamie Oliver y su transmisión a un compatriota que eligió Eslovenia para aposentarse. Simple y sexy. Simple por sencilla y sexy porque la hice para Catalina. Para mi amigo y pariente Rupertito la tuve que simplificar aún más, porque el insensato le huye a cualquier tipo de carnes. Salvo a las de las señoras, quiero imaginarme.
Con el cuchillo se hace una cruz en cada higo hasta llegar al fondo. Apretando con el pulgar y el índice su base hasta que el fruto muestre sus entrañas. Se ubican los higos en una fuente grande y se envuelven cada uno en una fina tajada de jamón crudo, en esta ocasión de Parma provisto por Valenti. Salvo los reservados al insensato. Se agrega albahaca, "rota" más que picada y mozzarella - de verdad, no solo de nombre - "desgarrada". Se salpica miel, cuidando que cada higo tenga un poco en el medio. Y se sazona equitativamente con una emulsión de limón, aceite de oliva extra-super-archi-mega virgen, sal marina y pimienta negra molida para la ocasión. Las proporciones son propias de la sabiduría de cada quien.
Por supuesto que Rupertito, por su rechazo a las carnes, se perdió el plato acabado, con el exquisito sabor que le incorpora el buen jamón. Pero bueno. Gustos son gustos. Manías son manías.
Que no se trata de temas novedosos. Ya por el año 1802, un señor John Ritson  escribió, en una de las biblias del vegetarianismo, que los carnívoros eran crueles y coléricos. Y que comer carne conduce al robo y a la tiranía.
Y Sally Rorer, que llegó a ser proclamada “reina de la cocina” en la década de 1890 en Estados Unidos, sostenía que “cada kilo de carne que sobra es un kilo de enfermedad”.
Sin dejar de lado la responsabilidad que tenemos los economistas en este tema. Porque lo del vegetarianismo contemporáneo se remonta a fines del XVIII, cuando el rápido crecimiento de la población europea, alertó a  mis antecesores en esta chorrada sobre la supuesta ventaja de los alimentos vegetales. Son más baratos de producir.
Lo que demuestra el daño que han causado mis colegas a través de la historia. Y que seguimos causando, cada vez con más ahínco.
Finalmente, la Parmigiana di melanzane alla napoletana.
Esta receta se la agradezco a  Rosa Vaglio. Como leí en algún lado, "la mujer  que  cuidó desde niño al comisario Riccardi. Vivía con él en la Nápoles de principios de los años 30 del siglo pasado. O él vivía con ella. Era como la señora Hudson de Sherlock Holmes pero a la napolitana: la comida lo cura todo." Tata Rosa  era una de esas mujeres de otros tiempos, que expresaba  su afecto con ollas y sartenes. Y como había nacido muy pobre, pensaba que cuanto más se amaba, más había que nutrir, añadiendo condimentos. Y como ella amaba a Luigi Alfredo Ricciardi, un solitario romántico  que renunció a vivir de la fortuna familiar y estudió derecho para posteriormente ingresar en la policía, le preparaba platos como el que yo iba a ensayar esta noche.
Lavé las berenjenas. Se pueden pelar o no. Va en gustos.  Yo no las pelo.  Las corté en rebanadas a lo largo, las coloqué en una bandeja, las salé y las dejé que escurran el agua durante aproximadamente una hora. Paralelamente asé un morrón grande al fuego directo de una hornalla. Terminado, lo envolví como siempre en papel de diario - en esta oportunidad utilicé Página 12, sin que los artículos de Verbisky le alteraran el sabor - y luego le quité la piel quemada, lo limpié y lo corté en tiras. Mientras tanto preparé la salsa de tomate con aceite de oliva, ajo, le agregué los pimientos asados,  albahaca, una cucharadita de azúcar para cortar la acidez  y un poco de sal. Y puse al fuego una sartén alta con abundante aceite. Sequé las rebanadas de berenjenas con un paño, las freí ligeramente y las escurrí sobre papel absorbente. Corté en rodajas la mozzarella y  en una fuente para el horno no muy grande (conviene que queden altas las capas) untada con un poco de aceite, de oliva naturalmente,  puse una primera capa de berenjenas, encima una capa de mozzarella, un poco de salsa de tomate y queso parmesano; luego otra vez  las berenjenas, y así sucesivamente hasta que agotemos los ingredientes.  Debemos acabar  con berenjena, salsa de tomate y un montón de parmesano. Terminé colocando  la fuente en el horno,  aproximadamente unos  veinte minutos. Por cierto que muchos de los que lean esta receta pensarán que soy tonto. Que esta no es una receta sino una pavada que puede hacer - y de hecho hace - cualquier perejil.
Pero la cocina se juega en los pequeños detalles. No en los inventos rocambolescos. Una ensalada de, por ejemplo, lechuga, cebolla, repollo y tomate, la hace cualquiera. Pero una estupenda ensalada de lechuga, cebolla, repollo y tomate la hace el que sabe. El que tiene la mano. El que sabe reducir la verdura al estricto tamaño y forma que Dios ha señalado y manejar el aceite, el vinagre, la sal y la sabiduría.
Y, por cierto, el que trae los ingredientes de la naturaleza y de la calidad y no del congelador o de la lista de precios. En el caso de este plato, todo aficionado a la buena cocina sabrá que este relato que comenzó con frío termina con calor. Por que las berenjenas son verduras de verano.
Buon profitto.






miércoles, 6 de marzo de 2019

ES LA CULTURA, ESTÚPIDO


Cada nuevo hecho que ocurre o nos enteramos que ocurre, demuestra la lastimosa realidad de la Argentina. Y frente a esta interminable acumulación, terminamos preguntándonos si realmente existe la posibilidad que el país revierta su vocación de decadencia.

Cada vez vemos más frágil ese puente de esperanzas que se balancea sobre el abismo atrabiliario donde anidan los espantos de lo peor.
Y cuando superamos las ganas y abandonamos la tranquilizante y esperanzadora mirada de la ilusión, cuando esquivamos el engaño,  comenzamos a pensar que la Argentina es un país fallido.
Porque en ese punto nos damos cuenta de la ligereza con la que aceptamos cosas que, si nos detuviéramos en verdad a reflexionarlas, nos resultarían inadmisibles.      Como el saqueo a que es sometido el erario público por parte de la política. Porque no se trata del aprovechamiento silente que, en más o en menos,  parece ser la marca de la política en todo el mundo. Con sus honrosas excepciones, claro.                                                                                     Y esa gente que sin timidez ni sofoco se llevó todo lo que encontró (y lo que no se llevó lo rompió, en el comentario irónico pero descriptivo de Jorge Asís) aún mantiene el apoyo de una parte muy importante de la población.                                                                                               Sujetos a un sistema judicial curiosísimo, también permeado por cierto por la política. Con tiempos perpetuos para tomar decisiones que, en cualquier democracia del mundo, lleva tiempos prudentes para asegurar los derechos de los ofensores y razonables para satisfacer los requerimientos de los ofendidos.                                                                                                                                                                              Y los legisladores que, sin rubor, perciben cifras millonarias para ellos y para sus amigotes, a los que califican de asesores. Y tienen todavía el tupé de justificarlo, como lo hizo un palurdo que pasa por director de cine.                                                                                                                                                                                         Claro que este festival de vilipendio se extiende a todos los negocios. En cada rincón hay un negocio privado pagado con dineros públicos. Y detrás de cada emprendedor ficticio se encuentra la mano de un político, un sindicalista, un influyente, un empresario prebendario o una corporación. Así funciona la Argentina.O no.                                     Aunque mantengamos la esperanza de que las cosas mejoren como por arte de birlibirloque. Toreando la realidad y mirando para otro lado para acompañar el estar de la tribu, aunque haya algo que chirríe muy en el fondo de nuestras conciencias. Así evitamos la intemperie desapacible del pensamiento solitario.         
Muchos dicen, y con mucha razón, que el peronismo ha desmontado un país posible para reemplazarlo por un disparate imposible. Y que ese esperpento que llamamos peronismo es una sociedad ponzoñosa cuyo único objetivo es alcanzar el poder y la caja.  Lo demás – Macbeth dixit - son cuentos contados por idiotas, llenos de ruido y de furia que no significan nada.                                                                                      Como lo muestra Osvaldo Soriano en  “No habrá más penas ni olvido”, cuando un joven de izquierdas y un fascista se disparaban el uno al otro al grito de “¡Viva Perón, carajo!”.
                                               M                                    

jueves, 14 de febrero de 2019


 LAS MUJERES QUE NO ERAN QUIENES DECÍAN SER

autor Alejandro Marin


Novela negra rioplatense.
Dos amigos, un economista de profesión y cocinero por afición y un comisario ex jefe  de Delitos Complejos de la Policía Federal, tratan de desentrañar el misterio del caso que les ha caído entre manos.
La historia viaja entre Montevideo y Buenos Aires, a veces separada por el río y otras por un desigual contexto, en donde la margen occidental vive estragada por la mentira, la corrupción y la burda vindicación de la violencia. Y un decidido esfuerzo colectivo por negar la realidad de lo ocurrido, en un pasado cargado de arrebato y animosidad contra quien pensaba distinto.
El relato pinta de cuerpo entero a los personajes centrales que deambulan por los distintos ambientes, que los investigadores tienen que recorrer en la afanosa búsqueda de la verdad.
Escrito en un estilo ameno, donde no están ausentes ni el humor ni la ironía inteligente, el relato le reserva un pequeño lugar a los avatares de la economía argentina y a la descripción de  sabrosas comidas, en casos con sus detalladas historias y recetas. Con la convicción  que el buen comer y beber, además de un sano ejercicio para una mejor calidad de vida, también representa una plataforma desde donde aguzar el ingenio y reflexionar sobre los acontecimientos que ayudan a encontrar los secretos que uno persigue.