viernes, 22 de enero de 2016

LAS MAFIAS EN PIE DE GUERRA

Tiene razón el presidente Mauricio Macri: heredó del gobierno kirchnerista “un sistema podrido”, un Estado trucho que se asemeja a aquellas cosechadoras hechas de pedazos sueltos y cartón que Cristina y su amigo Guillermo Moreno intentaron vender a los angoleños. Para regocijo de los soldados de la resistencia, que ya han comenzado a burlarse de la incapacidad de Macri, Patricia Bullrich, María Eugenia Vidal y otros macristas para manejar los desastres que ellos mismos se las arreglaron para crear, muchas reparticiones estatales son meros simulacros. A lo sumo, sirven como fuentes de trabajo para quienes de otro modo nunca encontrarían una salida laboral. Son tantas las deficiencias que el nuevo gobierno, cuyo poder parlamentario es limitado, de ahí la proliferación de decretos de necesidad y urgencia, no tiene más alternativa que la de confiar en la eventual buena voluntad de muchos personajes vinculados con el régimen antiguo, lo que a menudo los hace caer en trampas cuidadosamente preparadas. Es lo que sucedió una y otra vez luego de la fuga de un trío de asesinos profesionales de una cárcel calificada de máxima seguridad pero que tenía puertas giratorias.
Felizmente para los macristas, los tres sicarios escaparon antes de que el nuevo gobierno se consolidara en el poder. Nadie ignora que la condición lamentable del servicio penitenciario bonaerense y la inoperancia, o peor, de la policía y la gendarmería cuyas peripecias, durante un par de semanas, mantuvieron en vilo a la ciudadanía, forman parte de una herencia atroz. Por ser prioritaria la seguridad, Macri ha tenido que privilegiar las reformas drásticas que serán necesarias para cortar los lazos que vinculan elementos enquistados en las fuerzas encargadas de defenderla con el crimen organizado, lo que por la falta de recursos financieros no le será del todo fácil, pero a menos que lo logre la Argentina continuará avanzando hacia el destino mexicano que le fue previsto por el papa Francisco y otros. ¿Exageraban quienes nos advirtieron que resignarse a convivir con la corrupción, por suponer que la cura sería peor que la enfermedad, tendría consecuencias catastróficas? Para nada: en todas partes, tolerar lo intolerable por miedo a enfrentarlo suele ser suicida.
Además de la trinchera que separa a los kirchneristas más vehementes de sus adversarios, o los progres de quienes no comparten sus puntos de vista y así por el estilo, hay otra que es muchísimo más profunda. De un lado se encuentran los dispuestos a minimizar la importancia de la corrupción, por creerla una especie de lubricante que sirve para la desvencijada maquinaria gubernamental funcione como es debido, del otro están los reacios a permitir que políticos, por carismáticos que sean, se comporten como delincuentes, enriqueciéndose a costa de los demás. Aunque virtualmente nadie se anima a reivindicar sin tapujos la corrupción, lo hacen de manera indirecta los que atribuyen motivos políticos a los decididos a combatirla, dando a entender así que convendría subordinar detalles como la honestidad de los gobernantes a su presunta adhesión a una ideología determinada.
La aventura rocambolesca y, en su fase final, patética, de los hermanos Lanatta y su compañero Schillaci, sirvió para echar luz sobre muchas cosas, entre ellas la voluntad de individuos bien ubicados de entorpecer los intentos de capturarlos, aunque sólo fuera con miras a poner en ridículo a un nuevo gobierno que quisiera figurar como un dechado de eficiencia. Si bien a esta altura pocos discreparían con la gobernadora Vidal que, poco antes de purgar por enésima vez la Bonaerense, dijo que “sabemos que hay complicidades adentro y afuera del Estado con la mafia del narcotráfico”, tales declaraciones aún suenan un tanto abstractas, como las formuladas a través de los años por diversos comentaristas sobre el peligro planteado por la transformación de la Argentina de un “país de tránsito” de drogas en uno de producción y consumo como México o Colombia. Mientras no haya detenciones de políticos eminentes acusados de complicidad con los narcos, la lucha contra el mal que representan se limitará a la esfera de las ideas.
Hasta que denuncias tan tremendas, pero así y todo genéricas, como las pronunciadas por Macri, Bullrich, Vidal y otros se vean seguidas por medidas concretas que afectan a personajes realmente poderosos, sólo servirán para que la ciudadanía se acostumbre a la presencia en lugares clave de personajes que están al servicio del poder narco. De más está decir que el blanco de los dardos más filosos disparados no sólo por funcionarios macristas sino también por simpatizantes de Sergio Massa es el ex jefe de Gabinete y candidato a la gobernación bonaerense Aníbal Fernández, pero parecería que sólo es cuestión de sospechas; de lo contrario ya estaría entre rejas el hombre que según Martín Lanatta es “la Morsa” y, para más señas, el autor intelectual del “triple crimen de General Rodríguez” –que en verdad tuvo lugar en Quilmes–, en el marco de una disputa, con la participación de cárteles mexicanos, por el control del negocio de la efedrina. Con razón o sin ella, en el imaginario popular Aníbal desempeña un papel que es casi idéntico al que en su momento cumplió Alfredo Yabrán. Así y todo, parece creerse intocable.
Macri se ve frente a una serie de dilemas nada sencillos. Para poder gobernar, tendrá forzosamente que colaborar con individuos repudiables con la esperanza de que, andando el tiempo, terminen adaptándose a las nuevas circunstancias, lo que, pensándolo bien, podría suceder, ya que la mayoría es congénitamente conformista y, en una sociedad habituada a respetar la ley, propendería a acatarla. Aunque Macri entiende muy bien que el Estado está atiborrado de militantes políticos, ñoquis y otros parásitos que estarán más interesados en sabotear los esfuerzos por profesionalizarlo que en ayudar, no podrá hacer mucho más que intentar reciclarlos para que hagan un aporte útil al país.
Salvando las distancias, que por fortuna son inmensas, la situación en que se encuentran los macristas se parece a la de aquellos representantes de democracias que, luego de ganar una guerra contra países totalitarios, procuran administrar el territorio de los derrotados, una tarea que, para disgusto de muchos, los obliga a elegir entre depender de la ayuda de militantes de movimientos que semanas antes les habían sido visceralmente hostiles y, en el caso de negarse a hacerlo, correr el riesgo de desatar el caos.
Según Transparencia Internacional, la Argentina es “percibida” como un país extraordinariamente corrupto, a la par de las cleptocracias africanas, si bien es considerado menos venal que Venezuela. Es por lo tanto lógico que narcos de otras latitudes hayan decidido afincarse aquí. También lo es que hayan conseguido la colaboración entusiasta de funcionarios, políticos, jefes policiales y algunos miembros extraviados de la familia judicial. Por estar en juego muchísimo dinero, una sociedad con una economía enclenque que, para más señas, se ha visto debilitada por la corrupción ubicua que, como el sida, la priva de sus defensas naturales, no estará en condiciones de impedir que el crimen organizado se apropie de una institución tras otra.
Aun cuando un gobierno como el kirchnerista hubiera preferido mantener a raya a los capos más truculentos, por ser tan turbia la trayectoria de sus propios líderes que aprendieron su oficio en su provincia de origen, tendría motivos de sobra para temer que un día algunos “arrepentidos” se pusieran a hablar. Es por lo menos concebible que, cuando hace más de doce años se trasladaron de Río Gallegos a la Capital Federal, Néstor Kirchner, su esposa y sus amigos hayan querido que su gobierno fuera un dechado de eficiencia administrativa y honestidad, pero que muy pronto se dieran cuenta de que no les sería tan fácil romper con su propio pasado. Mientras que Néstor nunca brindaría la impresión de sentirse preocupado por la posibilidad de que un día tendría que rendir cuentas ante la Justicia por su forma heterodoxa de transformar poder político en dinero, desde el vamos la gestión de Cristina se vería distorsionada por la búsqueda obsesiva de impunidad que sería su característica más llamativa.
Además del deterioro repentino de las relaciones con Estados Unidos, el acercamiento a la Venezuela chavista, las campañas en contra del periodismo no alineado y “el partido judicial”, la conciencia de que le sería imposible defender su propia conducta ante jueces imparciales estaba detrás de la decisión de Cristina de aferrarse febrilmente a un “modelo” disparatado y hacer de la economía nacional un campo minado para que el Presidente siguiente recibiera un país quebrado. Parecería que la ex presidenta cree que, a menos que el país entero se hunda, llevando consigo a su sucesor, su propio futuro será lúgubre, de ahí “la resistencia”, esta alianza extraña de militantes es de suponer sinceramente convencidos de las bondades del “proyecto” kirchnerista, prohombres de la patria contratista y otros dependientes, acompañados por auxiliares siniestros procedentes del submundo criminal, que está librando una guerra sin cuartel contra el usurpador “oligárquico” y “neoliberal” con el propósito de voltearlo antes de que les sea demasiado tarde.

James Nielsen
Revista Noticias
20/1/2016

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