sábado, 14 de mayo de 2016

UN DEMAGOGO AMERICANO

Estuve dos semanas en Nueva York conversando mucho sobre Trump. ¿Cómo se explica el éxito de este demagogo bufonesco? Algunos amigos republicanos, que odian a los demócratas y aun más a los Clinton, tratan de convencerse de que lo que dice es para ganar votos y que ya de Presidente, se volverá sensato. Pero muchos más opinan con pesimismo que lo que se ve es lo que hay. 
Es cierto que Trump es muy cambiante y que lo que dice hoy no vale, necesariamente, mañana. Hace poco afirmaba que les iba a bajar los impuestos a los ricos; esta semana dijo que se los iba a subir. El lunes dijo que iba a "renegociar" la deuda pública. Pero el martes se desdijo: solo la iba a "recomprar a descuento".
¿Las contradicciones de un hombre confuso? Tal vez, pero Trump ha hablado -peligrosamente- de las ventajas de ser impredecible, sobre todo en política exterior. Tal vez crea que tendrá que serlo si, como dice, va a aumentar el poder de Estados Unidos a la vez que gastar menos en defensa. Pensará que puede compensar el menor gasto asustando a los extranjeros con sus sorpresas. Creerá que al gobernar por sorpresa, logrará un jugoso "descuento" en el precio de los bonos del tesoro. Ser impredecible inspira miedo y da fuerza, quién lo duda. Lo sabe un Kim Jong-un. Es en realidad un atributo esencial del caudillo, como lo son otros que tiene Trump. Ser un " bully ", por ejemplo; o no sentirse limitado por esas dos cortapisas al poder que son la razón y la verdad. 
Pero ¿por qué tantos americanos se dejan seducir por un caudillo populista? 
Hay muchas razones. Primero, los devastadores efectos de la crisis de 2008-9, en que quedaron desacreditadas las élites tradicionales. Hay gente que todavía no se levanta psicológicamente de esa crisis, porque aun cuando tenga trabajo, siente que su futuro es incierto: su empleo podría ser "exportado", o reemplazado por un robot. Para muchos la competencia y la tecnología son desafíos estimulantes, pero otros no tienen la energía o la edad para enfrentar la incertidumbre. Sobre todo los hombres blancos poco educados. Estos temen la competencia, en especial de quienes son de otra raza. ¡También la de las mujeres! Estiman que todos estos han ido ascendiendo en su desmedro. Por algo el éxito de las groserías racistas y misóginas de Trump. 
Trump logra conectarse con el resentimiento de gente que lo ve como su protector; gente que le tiene un terror primitivo a la globalización, a la modernidad, al cambio y a la diversidad cultural, y que por tanto rechaza, para no decir odia, a cualquiera que sea de otro país o raza. ¡Que ni siquiera entren! De allí el muro de Trump, que le da otra dimensión a esas políticas proteccionistas que tiene, y que comparte con Bernie Sanders. Porque con el muro Trump promete proteger a su gente del Otro en cualquiera de sus avatares. Es un muro que no solo ataja a los ladrones de empleos, los violadores, los terroristas, las brujas: echa para atrás el reloj a cuando estos no existían. 
Hay algo más. En un mundo en que los políticos se juegan muy poco, Trump aparece como un hombre que dice la verdad. Sus seguidores creen que no puede no ser verdadero quien se atreve a decir tantas barbaridades. Fácil ver la falacia. Pero muchos no la quieren ver. No quieren ver que, al contrario, Trump miente mucho. Miente y enseguida redondea su boca en un puchero, de esos que hacen las modelos y los bebés cuando buscan ser admirados, y la gente cae: lo admira más que nunca.
En Nueva York, dan en el teatro una versión conmovedora de "El Crisol", la gran obra de Arthur Miller sobre la trágica cacería de brujas que hubo en Salem en 1692. La obra es una temible expresión de lo que pasa en una sociedad cuando se entronizan las emociones que explota Trump: el miedo, el resentimiento y el odio. 

David Gallagher
El Mercurio (Chile)
Viernes 13 de mayo de 2016

lunes, 2 de mayo de 2016

SENSIBLES

El 6 de enero de 2002, el compañero Duhalde logró que el Congreso sancionara la ley 25.561, cuyo artículo 16 duplicaba las indemnizaciones por despido. Hacía apenas cuatro días que había asumido la Presidencia de la Nación afirmando que “el déficit fiscal alcanza a 9.000 millones de pesos… la desocupación superó todos los registros históricos y el índice de pobreza llegó al 40% de la población… Quince millones de hermanos viven debajo de la línea de pobreza”. Con proverbial magnanimidad, Duhalde agregó: “No es momento de echar culpas. Es momento de decir la verdad. La Argentina está quebrada. La Argentina está fundida. Este modelo, en su agonía, arrasó con todo”. A continuación, prometió un “programa de salvación nacional”. El panorama dejado por la Alianza parecía difícil de empeorar, pero el compañero Duhalde lo logró. A pesar de la doble indemnización “para proteger el empleo”, la desocupación, que en octubre de 2001 era del 18.3%, subió a 21,5% para mayo de 2002. Y si bien el índice bajó en octubre a 17,8%, la mejora no puede explicarse por los efectos de la ley, diseñada para sostener el empleo existente en el corto plazo y que había fallado vistosamente en su cometido. La recuperación del empleo duhaldista se debió a la puesta en marcha de la economía “gracias” a la brutal redistribución regresiva de la riqueza, que llevó la pobreza del 38,3% de octubre de 2001 al 57,5% de octubre de 2002; un aumento del 50% en un solo año, que es récord nacional, si no mundial. El factor decisivo de la recuperación de la producción y el empleo duhaldistas no fue pues la Mesa de Diálogo Social que reunió a la Iglesia, las organizaciones no gubernamentales y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, como creen las almas bellas. El factor decisivo fue la más rancia de las recetas ortodoxas: un ajuste brutal para reactivar la economía; inmediatamente impulsada por el recorte de ingresos a los trabajadores y clases medias mediante el 40% de inflación con salarios congelados, el corralito provisorio convertido en definitivo corralón y la pesificación asimétrica, que le dio los dólares de los que habían depositado dólares a los bancos y a los pequeños ahorristas les devolvió en pesos una cuarta parte de su valor. No parece de más recordarlo cuando buena parte del peronismo que apoyó e impulsó el más regresivo de los golpes económicos después del Rodrigazo de Isabelita vuelve a la carga hoy con sus recetas de “sensibilidad social”. Tampoco sobra hacer un paralelo entre aquella Argentina “quebrada y fundida” que heredó Duhalde y la que dejaron veinticuatro años de peronismo sobre los últimos veintiséis. El déficit fiscal de 2001 mencionado por Duhalde ($ 9.000 millones de pesos/dólares) fue en 2015 de casi 20.000 millones de dólares -a cambio paralelo- o casi 30.000 millones, a cambio oficial. Por su parte, los quince millones de “hermanos que viven debajo de la línea de pobreza” eran todavía once millones y medio en diciembre de 2015, después de doce años de bonanza internacional y de gobierno de los simpáticos abogados a los que Duhalde les regaló el poder. Lo digo con bronca, y se nota, porque nada de estos doce años de corrupción, autoritarismo e iniquidad que sufrimos hubiera sido posible sin una lectura determinada por el sesgo peronista que propiciaron quienes posan de socialmente sensibles hoy. Todavía hoy se habla del recorte del 13% de la Alianza (aplicado a sueldos en blanco mayores a los $ 15.000 de hoy) y se olvida el 40% que Duhalde y Remes Lenicov le aplicaron a todos vía inflación para que Kirchner y Lavagna se llevaran las palmas de la “milagrosa recuperación”. Así como se recuerda el provisorio corralito y se olvida el definitivo corralón, en que se perdieron los ahorros de los peces chicos, se rememora “el estallido social de la Alianza”, a pesar de que el récord histórico de pobreza (57,5%) fue en octubre de 2002, y se rinde tributo a los “35 muertos de De la Rúa”, 28 de los cuales murieron en provincias controladas por el peronismo y sus policías provinciales. Pero es bueno repetir hoy con Duhalde: “Es momento de decir la verdad. La Argentina está quebrada. La Argentina está fundida. Este modelo en su agonía arrasó con todo”. Se trata de saber, en 2016, si saldremos con un estallido que aumente 50% la pobreza, como entonces, o con medidas graduales que eviten el impacto de esa cirugía sin anestesia que aplicó el Salvador de la Patria en 2002. Increíblemente, los miembros del mismo partido que aplicó el mayor ajuste de la historia y después nos hizo perder la mejor oportunidad de la historia, dejando una sociedad en que 16 millones de argentinos en edad laboral no trabajan, proponen como remedio de todos los males las mismas recetas que aplicaron hasta hoy, comenzando por la fe en las virtudes mágicas de una ley para cubrir el hueco que en doce años no pudo llenar la generación de empleo digno a través de desarrollo productivo genuino. ¿Cómo asombrarse de que la economía K se haya detenido apenas terminados los efectos del ajuste duhaldista y no haya crecido en los últimos cuatro años? ¿Cómo no relacionar semejante concepción dirigista con el uso del Estado y los planes sociales para esconder la galopante desocupación? ¿Hasta cuándo creen los sensibles compañeros que es sostenible que cada empleo en el sector privado sostenga tres personas, entre empleados estatales y beneficiarios de planes? ¿De veras creen que es neoliberalismo cualquier propuesta que supere el stalinismo mal encubierto que proliferó hasta hoy? Si así fuera, no estaría mal hacerles notar que las políticas del gobierno que casi todos ellos apoyaron o del que formaron parte alguna vez; ese gobierno de afiliados al Partido Justicialista que no habrá sido peronista pero cuyos bloques parlamentarios estaban integrados por mayoría del PJ, y no del FPV; causaron la pérdida de 395.000 puestos de trabajo en 2014, unos 33.000 por mes, sin que ninguno de los hoy escandalizados diera muestras de sensibilidad. Aun peor, fue para nada; un puro sufrimiento social que no solucionó uno solo de los problemas estructurales del Modelo K de Acumulación con Matriz Diversificada e Inclusión Social. Pretender obtener resultados diferentes aplicando los mismos procedimientos es la receta perfecta para el fracaso. No lo dijo Einstein, ni es tan difícil de entender. Es muy bonito hacerse el trosko-peronista y proponer “que la crisis la paguen los ricos”. Más difícil es sostener que un país en el cual hace cinco años que no invierten ni sus habitantes pueda relanzar su economía aumentando la carga sobre empresas que soportan la duplicación de sus cargas fiscales y pagan impuestos como si estuvieran en Suecia para obtener servicios similares a los de Angola. Es sencillo decir, como Moyano junior, “la doble indemnización no vale para el nuevo personal asumido”, pero eso no impide el clarísimo mensaje intervencionista que se enviaría en el mismo momento en que se necesita un shock de inversiones. Y es ridículo sostener que se pretenda beneficiar a las pequeñas y medianas empresas, que son las primeras en sufrir el impacto de leyes como la que se propone, así como la industria del juicio laboral que han promovido quienes la proponen. Prohibir despidos es tan eficaz como prohibir la desocupación. Ni a nadie en el planeta se le ocurren ya estas cosas ni se entiende por qué, de paso, no proponen prohibir también la pobreza, y sanseacabó. Por otra parte, lejos de beneficiar a los más débiles, una ley que sólo proteja el empleo de los trabajadores en blanco tendría el muy probable resultado de hacer recaer los despidos en el tercio de trabajadores en negro y de perjudicar a los desempleados, que verían retardarse su ingreso al ciclo laboral. Para bien o para mal, la idea de la “defensa de los puestos de trabajo” comienza a hacerse reaccionaria y zombie en el mundo de hoy; un mundo en el que Europa posee una amplia legislación de protección del empleo pero padece un índice de paro que duplica el de los Estados Unidos, que no la tienen; un mundo que genera más puestos de trabajo por la aparición de Uber que los que se pierden en el sector taxista; un mundo en el que la idea de que la industria es la principal generadora de empleo no resiste el más mínimo análisis estadístico. Un mundo en cambio tecnológico acelerado, en suma, en el cual la disminución del desempleo no puede basarse en la defensa de los puestos de trabajo existentes sino en la generación de nuevos puestos, adecuados a la nueva etapa tecnoeconómica. Al menos si se quiere una política de empleo sustentable y no una mera proclamación políticamente-correcta de la propia sensibilidad social.

Fernando Iglesias - diario Los Andes - 26/4/2016

domingo, 6 de marzo de 2016

BUSCANDO LA LUZ APAGADA

Estar una semana en La Habana para quien -como yo- no conoce la ciudad es una experiencia de alta intensidad. Recién regresado a Chile, me sigue dando vueltas todo lo que compartimos allí, en familia y con amigos, mientras tratábamos de entender lo que a veces parecía otro planeta. Lo único seguro es que el tema de Cuba es mucho más complejo visto de cerca que de lejos. Porque si la isla está lejos de ser un paraíso, tampoco es un infierno.Visitamos muchos estudios de artistas jóvenes, algunos ya reconocidos internacionalmente. Eso fue genial. De alguna manera las artes visuales son una buena expresión de lo que es el país, gracias a que no han sido tan reprimidas, a diferencia de las literarias, duramente censuradas por un régimen que no tolera la competencia en materia de retórica verbal. Entre los artistas, se repetía un gran tema: el de la sobreimposición de tiempos que hay en la isla, donde el pasado irrumpe a cada rato como un convidado de piedra. Eso se debe en parte a que el régimen ha sido culto en cuanto a conservación arquitectónica: donde en tantos países se demuele, en Cuba se restaura. Lo que se puede, claro, porque la mayor parte de la ciudad está en decadencia. Pero para los artistas, el pasado no es un mero tema de conservación. Es la fisura, física y metafísica, que descompone el monolítico relato oficial.

Al recorrer las obras de estos artistas, me acordaba de Tres tristes tigres, esa gran novela de 1965 -que no hay cómo comprar en Cuba- en que Cabrera Infante rescata La Habana nocturna de antes de la revolución: su música, su humor, su sensualidad. Novela cuyo epígrafe, tomado de Lewis Carroll, es: "y trató de imaginar cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada". Los artistas cubanos tratan de entender cómo era esa luz. ¿Qué es lo que el tiempo -o el constructivismo revolucionario- extinguió? Algo distinto a los vestigios visibles que uno ve. Porque el Chevrolet modelo 1958 rosado de ahora era nuevo en 1958, y -quién sabe- blanco o azul: el rosado, como las fotos de Al Capone en los hoteles, es parte de la teatralidad kitsch que se ha ido montando para los turistas. Para los artistas, el pasado es un tesoro intangible que urge reencontrar. Es que cuando la ruptura ha sido tan profunda que millones han tenido que exiliarse, la busca del tiempo perdido es un imperativo moral. Hay que rescatar esa luz apagada para poder forjar un futuro propio, sin dejarse invadir por culturas ajenas. La propia es amplia y profunda, y lo será aun más cuando se pueda comprar libros no solo de Fidel y del Che como ahora, sino de los grandes escritores que tuvieron que partir.

A veces en Cuba sentíamos un poco de vergüenza, porque veíamos que para el mulato de a pie -el que no pertenece a la élite blanca de los hermanos Castro y sus adláteres- la vida es muy dura. En un país en que están reprimidos el mercado, el lucro y la iniciativa privada, solo quedan excedentes para financiar los derechos sociales más exiguos. En la calle hay gente que nos pide hasta jabón. Gente que nos cuenta que en un año no ha comido carne. Gente que dice lo que piensa solo cuando entra en confianza, porque la dictadura es omnisciente y vengativa.

Pero los cubanos son simpáticos como nadie y a veces sí lo pasan muy bien. Distinto es el comunismo con salsa, pienso. Estamos en un parque oyendo tocar a Isaac Delgado y a Los Vam Vam. Unos 12.000 cubanos "echan unos pasitos", unos sublimes pasos de salsa, y es inútil el pedido de Delgado cuando canta "señoritas/con cordura/controlen el movimiento de la cintura". Esa libertad al bailar prefigura, pienso, la libertad que alcanzará la isla algún día.

Ojalá en ese momento se construya sobre lo mucho que ya hay, sin odiosas retroexcavadoras. 

David Gallagher
El Mercurio
4/3/2016

sábado, 20 de febrero de 2016

HOMENAJE AL SENTIDO COMUN

En 1930, Keynes predijo que en los próximos 100 años, el nivel de vida en el mundo crecería unas ocho veces. Parece haber acertado salvo por una cosa. Creía que como consecuencia, la semana laboral se reduciría a unas exiguas 15 horas, y que el problema de la gente iba a ser qué hacer con el ocio. Al contrario, mucha gente está trabajando más que nunca. La razón parecería ser que no hay límite visible a la capacidad humana de inventar productos nuevos que a poco andar todos queremos adquirir. Por otro lado, al ser humano le cuesta satisfacerse con lo que tiene. Quiere más, y como es competitivo, lo quiere no solo en términos absolutos, sino en relación a lo que tiene su vecino. Y para eso trabaja y trabaja.

Este aspecto del capitalismo de mercado ha sido muy criticado últimamente. El Papa denuesta lo que ve como un exceso de consumismo en el mundo. Y en un libro reciente llamado " Phishing for Phools " (jerga que significa algo así como "embaucando a tontos"), dos Premios Nobel, George A. Akerlof y Robert J. Shiller, alegan que la mano invisible demasiadas veces conduce a que los consumidores sean embaucados, y llevados a adquirir cosas que no necesitan, que no los hacen más felices, y que incluso les provocan daño, como sería el caso del tabaco o de ciertos alimentos. Akerlof y Shiller, cuyo libro tiene como subtítulo "La economía de la manipulación y del engaño", ven un mundo inundado de productos superfluos, vendidos por gente inescrupulosa que con un relato seductor, nos convence que los necesitamos, y que de paso nos sumerge en onerosas deudas.

No es tan original el planteamiento. La pregunta que surge es: ¿y qué? Obvio que a veces consumimos demasiado, y adquirimos cosas innecesarias. Yo estoy escribiendo esta columna en un MacBook nuevo con que acabo de reemplazar un computador que funcionaba bastante bien. ¿Debería sentir culpa? ¿Se debería restringir mi libertad para incurrir en semejante extravagancia? ¿O peor, prohibir que empresas como Apple sigan innovando?

Las preguntas pueden sonar absurdas, pero se desprenden del libro de Akerlof y Shiller, y en general de los reiterados ataques que se le hacen al "capitalismo consumista". Curiosamente al capitalismo se le termina atacando por sus éxitos: por su capacidad de crear una infinidad de bienes que hace poco no conocíamos, y que por definición, entonces, no necesitábamos. Más raro aún es que esos ataques vengan a veces de jóvenes. Uno esperaría que fuéramos los ancianos los nostálgicos de un supuesto pasado edénico anterior al consumo, en que la vida era simple, libre de excesos materiales, y no jóvenes que paradójicamente expresan sus nostalgias en redes sociales facilitadas por la última tecnología capitalista. En cuanto al color político de los nostálgicos, suelen ser de una izquierda intelectual que desconfía del mercado y que -por lo menos en su retórica- desprecia el consumo.

Nadie nos obliga a consumir. Si queremos, podemos optar -por qué no- por una vida austera. Todos soñamos con ella a veces: irnos a vivir en alguna isla, salir en bote a pescar el almuerzo, tejer nuestra propia ropa, cortar nuestra propia leña. Pero el hecho de que ese sueño parezca atractivo no significa que haya que prohibir el progreso, la tecnología, la innovación, por bien pensante que parezca denostar esas cosas. Y si a veces nos convertimos en consumistas tontos, Dios nos libre de que un Estado paternalista nos proteja de serlos.

Claro que no estaría de más un renacimiento de la ya casi extinta educación humanística, para que la gente adquiriera más cultura, y descubriera que la riqueza más valiosa no es la material, sino aquella que -sin sacrificio pecuniario- llevamos almacenada en la cabeza.

David Gallagher - Diario El Mercurio - Chile

lunes, 25 de enero de 2016

CUANDO EL PROGRESO TRAE POBREZA

Desde que los primeros hombres hicieron su aparición en algún lugar en África, la mayoría abrumadora de nuestros congéneres vive en condiciones de pobreza extrema. Mal que nos pese, la miseria siempre ha sido normal mientras que el bienestar generalizado es un fenómeno reciente que tal vez resulte ser pasajero. Por cierto, la prosperidad sin precedentes a la que tantos centenares de millones de personas se han acostumbrado no es "natural". Difícilmente podría ser más artificial, en el sentido recto de la palabra. Por lo demás, se debe casi por completo al capitalismo, la modalidad económica que ha permitido que todos los habitantes, incluyendo a los calificados de pobres, de ciertos países hayan disfrutado de un nivel de vida que hubiera motivado la envidia incrédula de los plutócratas más sibaríticos de otros tiempos.

En la actualidad muchos políticos y casi todos los intelectuales coinciden en que la pobreza es una aberración escandalosa imputable a la perversidad del sistema capitalista, a la rapacidad insaciable de los ricos o, en el plano internacional, a la falta de solidaridad de los países desarrollados, pero tal actitud se basa en el presupuesto poco serio de que la riqueza siempre ha existido y que por lo tanto el único problema que debería preocuparnos es encontrar la forma de repartirla de manera más justa para que todos resulten beneficiados. Quienes piensan así pasan por alto el hecho evidente de que, a partir de la Revolución Industrial de más de dos siglos atrás, una proporción cada vez mayor de la riqueza ha sido creada por el hombre. Antes de ponerse a distribuirla, es por desgracia forzoso producirla. Y, lo que es peor aún, ninguna economía moderna puede funcionar sin contar con un sector financiero flexible y vigoroso.

Con todo, aunque a esta altura no tiene mucho sentido culpar al sistema capitalista como tal por la pobreza o fantasear con reemplazarlo por otro presuntamente capaz de inundarnos de bienes materiales, ya que todos los intentos por hacerlo, en especial los ensayados por comunistas, han tenido consecuencias catastróficas, no extrañaría demasiado que en los próximos años algunas sociedades occidentales optaran colectivamente por la pobreza compartida como alternativa a la desigualdad excesiva.

Se trata de un conflicto de intereses. Quienes de un modo u otro aportan más a la creación de riqueza, aunque sólo fuera porque ya tienen dinero para invertir, se creen con derecho a quedarse con una tajada sustancial de lo que a su entender es suyo, pero por razones comprensibles los demás se sienten indignados por lo que toman por una manifestación de codicia intolerable, sobre todo cuando ven que miles de millones de dólares o euros terminan en los bolsillos de financistas cuya contribución al bienestar del conjunto les parece ínfima.

La realidad desagradable así supuesta está en la raíz de la crisis que se ha apoderado de virtualmente todos los países considerados ricos. Han entrado en una fase en que mejorar la productividad a menudo tiene un impacto social muy negativo, puesto que para hacerlo los gobernantes tendrán que privilegiar a los más competitivos, entre ellos algunos que en opinión de muchos son ladrones o parásitos, porque a menos que lo hagan habrá menos recursos para repartir.

Con escasas excepciones, los gobiernos del "Primer Mundo" trataron de solucionar el problema planteado por la necesidad de aumentar el producto bruto sin privar a nadie de subsidios o servicios sociales endeudándose, pero últimamente se han sentido obligados a procurar reducir sus gastos. Apuestan a que, a pesar de los programas de austeridad que se han anunciado, las fuerzas productivas se activen antes de que los muchos que, directa o indirectamente, dependen de la ayuda social reaccionen con tanta violencia que les sea necesario apaciguarlos, pero a juzgar por lo que está sucediendo en los países del sur de Europa es poco probable que logren mantenerlos a raya por mucho tiempo más.

El sistema capitalista tiene tantos enemigos en buena medida porque es tan dinámico, tan proclive a entregarse a la "destrucción creativa" de que hablaban el alemán Werner Sombart y el austríaco Joseph Schumpeter, que los muchos que temen verse perjudicados por los cambios incesantes que provoca se sienten sin más alternativa que la de procurar frenarlo. Asimismo, propende a hacerse más exigente por momentos. Hasta las décadas finales del siglo pasado, el sistema generaba una cantidad enorme de puestos de trabajo adecuadamente remunerados aptos para personas sin muchas calificaciones educativas, pero entonces tales empleos comenzaron a escasear. La tecnología eliminó algunos, otros se vieron en efecto exportados a países como China, descolocando a millones de europeos y norteamericanos.

Para atenuar los problemas sociales y "humanos" así ocasionados, los gobiernos optaron por subsidiar a los desocupados crónicos, incorporando a algunos al sector público, y a poner en marcha programas destinados a permitirles aprender oficios que supuestamente les garantizarían una salida laboral. Por desgracia, en la mayoría de los casos los resultados han sido decepcionantes.

En Estados Unidos, se atribuye a la recesión que siguió a la debacle financiera de tres años atrás el aumento del índice de pobreza; según la oficina del Censo, el 15,1% –más de 46 millones de personas– es pobre conforme a las pautas norteamericanas que, desde luego, son mucho más generosas que las de países subdesarrollados. Si bien una canasta familiar básica cuesta menos aquí, la mayoría de los argentinos se encuentra por debajo de la línea de pobreza estadounidense, que se ubica en aproximadamente 8.000 pesos mensuales para una familia tipo de cuatro miembros.

Con todo, aunque no cabe duda de que la situación se ha visto agravada por el letargo económico de los últimos años, una eventual aceleración del crecimiento cambiaría poco. Tal y como están las cosas, parece inevitable que tanto en Estados Unidos como en el resto del planeta seguirá ampliándose la brecha que separa a quienes logran aprovechar las oportunidades brindadas por la evolución de la economía globalizada de quienes no están en condiciones de hacerlo. Para impedirlo sería necesario un grado de intervención política incompatible con la creación de riqueza suficiente como para conformar a la mayoría, pero así y todo los excluidos de la bonanza podrían preferir una sociedad estable, si bien cada vez más pobre, a una dinámica e imprevisible que no los necesita.

James Nielsen
diario de Río Negro 
16-Sep-11 

viernes, 22 de enero de 2016

LAS MAFIAS EN PIE DE GUERRA

Tiene razón el presidente Mauricio Macri: heredó del gobierno kirchnerista “un sistema podrido”, un Estado trucho que se asemeja a aquellas cosechadoras hechas de pedazos sueltos y cartón que Cristina y su amigo Guillermo Moreno intentaron vender a los angoleños. Para regocijo de los soldados de la resistencia, que ya han comenzado a burlarse de la incapacidad de Macri, Patricia Bullrich, María Eugenia Vidal y otros macristas para manejar los desastres que ellos mismos se las arreglaron para crear, muchas reparticiones estatales son meros simulacros. A lo sumo, sirven como fuentes de trabajo para quienes de otro modo nunca encontrarían una salida laboral. Son tantas las deficiencias que el nuevo gobierno, cuyo poder parlamentario es limitado, de ahí la proliferación de decretos de necesidad y urgencia, no tiene más alternativa que la de confiar en la eventual buena voluntad de muchos personajes vinculados con el régimen antiguo, lo que a menudo los hace caer en trampas cuidadosamente preparadas. Es lo que sucedió una y otra vez luego de la fuga de un trío de asesinos profesionales de una cárcel calificada de máxima seguridad pero que tenía puertas giratorias.
Felizmente para los macristas, los tres sicarios escaparon antes de que el nuevo gobierno se consolidara en el poder. Nadie ignora que la condición lamentable del servicio penitenciario bonaerense y la inoperancia, o peor, de la policía y la gendarmería cuyas peripecias, durante un par de semanas, mantuvieron en vilo a la ciudadanía, forman parte de una herencia atroz. Por ser prioritaria la seguridad, Macri ha tenido que privilegiar las reformas drásticas que serán necesarias para cortar los lazos que vinculan elementos enquistados en las fuerzas encargadas de defenderla con el crimen organizado, lo que por la falta de recursos financieros no le será del todo fácil, pero a menos que lo logre la Argentina continuará avanzando hacia el destino mexicano que le fue previsto por el papa Francisco y otros. ¿Exageraban quienes nos advirtieron que resignarse a convivir con la corrupción, por suponer que la cura sería peor que la enfermedad, tendría consecuencias catastróficas? Para nada: en todas partes, tolerar lo intolerable por miedo a enfrentarlo suele ser suicida.
Además de la trinchera que separa a los kirchneristas más vehementes de sus adversarios, o los progres de quienes no comparten sus puntos de vista y así por el estilo, hay otra que es muchísimo más profunda. De un lado se encuentran los dispuestos a minimizar la importancia de la corrupción, por creerla una especie de lubricante que sirve para la desvencijada maquinaria gubernamental funcione como es debido, del otro están los reacios a permitir que políticos, por carismáticos que sean, se comporten como delincuentes, enriqueciéndose a costa de los demás. Aunque virtualmente nadie se anima a reivindicar sin tapujos la corrupción, lo hacen de manera indirecta los que atribuyen motivos políticos a los decididos a combatirla, dando a entender así que convendría subordinar detalles como la honestidad de los gobernantes a su presunta adhesión a una ideología determinada.
La aventura rocambolesca y, en su fase final, patética, de los hermanos Lanatta y su compañero Schillaci, sirvió para echar luz sobre muchas cosas, entre ellas la voluntad de individuos bien ubicados de entorpecer los intentos de capturarlos, aunque sólo fuera con miras a poner en ridículo a un nuevo gobierno que quisiera figurar como un dechado de eficiencia. Si bien a esta altura pocos discreparían con la gobernadora Vidal que, poco antes de purgar por enésima vez la Bonaerense, dijo que “sabemos que hay complicidades adentro y afuera del Estado con la mafia del narcotráfico”, tales declaraciones aún suenan un tanto abstractas, como las formuladas a través de los años por diversos comentaristas sobre el peligro planteado por la transformación de la Argentina de un “país de tránsito” de drogas en uno de producción y consumo como México o Colombia. Mientras no haya detenciones de políticos eminentes acusados de complicidad con los narcos, la lucha contra el mal que representan se limitará a la esfera de las ideas.
Hasta que denuncias tan tremendas, pero así y todo genéricas, como las pronunciadas por Macri, Bullrich, Vidal y otros se vean seguidas por medidas concretas que afectan a personajes realmente poderosos, sólo servirán para que la ciudadanía se acostumbre a la presencia en lugares clave de personajes que están al servicio del poder narco. De más está decir que el blanco de los dardos más filosos disparados no sólo por funcionarios macristas sino también por simpatizantes de Sergio Massa es el ex jefe de Gabinete y candidato a la gobernación bonaerense Aníbal Fernández, pero parecería que sólo es cuestión de sospechas; de lo contrario ya estaría entre rejas el hombre que según Martín Lanatta es “la Morsa” y, para más señas, el autor intelectual del “triple crimen de General Rodríguez” –que en verdad tuvo lugar en Quilmes–, en el marco de una disputa, con la participación de cárteles mexicanos, por el control del negocio de la efedrina. Con razón o sin ella, en el imaginario popular Aníbal desempeña un papel que es casi idéntico al que en su momento cumplió Alfredo Yabrán. Así y todo, parece creerse intocable.
Macri se ve frente a una serie de dilemas nada sencillos. Para poder gobernar, tendrá forzosamente que colaborar con individuos repudiables con la esperanza de que, andando el tiempo, terminen adaptándose a las nuevas circunstancias, lo que, pensándolo bien, podría suceder, ya que la mayoría es congénitamente conformista y, en una sociedad habituada a respetar la ley, propendería a acatarla. Aunque Macri entiende muy bien que el Estado está atiborrado de militantes políticos, ñoquis y otros parásitos que estarán más interesados en sabotear los esfuerzos por profesionalizarlo que en ayudar, no podrá hacer mucho más que intentar reciclarlos para que hagan un aporte útil al país.
Salvando las distancias, que por fortuna son inmensas, la situación en que se encuentran los macristas se parece a la de aquellos representantes de democracias que, luego de ganar una guerra contra países totalitarios, procuran administrar el territorio de los derrotados, una tarea que, para disgusto de muchos, los obliga a elegir entre depender de la ayuda de militantes de movimientos que semanas antes les habían sido visceralmente hostiles y, en el caso de negarse a hacerlo, correr el riesgo de desatar el caos.
Según Transparencia Internacional, la Argentina es “percibida” como un país extraordinariamente corrupto, a la par de las cleptocracias africanas, si bien es considerado menos venal que Venezuela. Es por lo tanto lógico que narcos de otras latitudes hayan decidido afincarse aquí. También lo es que hayan conseguido la colaboración entusiasta de funcionarios, políticos, jefes policiales y algunos miembros extraviados de la familia judicial. Por estar en juego muchísimo dinero, una sociedad con una economía enclenque que, para más señas, se ha visto debilitada por la corrupción ubicua que, como el sida, la priva de sus defensas naturales, no estará en condiciones de impedir que el crimen organizado se apropie de una institución tras otra.
Aun cuando un gobierno como el kirchnerista hubiera preferido mantener a raya a los capos más truculentos, por ser tan turbia la trayectoria de sus propios líderes que aprendieron su oficio en su provincia de origen, tendría motivos de sobra para temer que un día algunos “arrepentidos” se pusieran a hablar. Es por lo menos concebible que, cuando hace más de doce años se trasladaron de Río Gallegos a la Capital Federal, Néstor Kirchner, su esposa y sus amigos hayan querido que su gobierno fuera un dechado de eficiencia administrativa y honestidad, pero que muy pronto se dieran cuenta de que no les sería tan fácil romper con su propio pasado. Mientras que Néstor nunca brindaría la impresión de sentirse preocupado por la posibilidad de que un día tendría que rendir cuentas ante la Justicia por su forma heterodoxa de transformar poder político en dinero, desde el vamos la gestión de Cristina se vería distorsionada por la búsqueda obsesiva de impunidad que sería su característica más llamativa.
Además del deterioro repentino de las relaciones con Estados Unidos, el acercamiento a la Venezuela chavista, las campañas en contra del periodismo no alineado y “el partido judicial”, la conciencia de que le sería imposible defender su propia conducta ante jueces imparciales estaba detrás de la decisión de Cristina de aferrarse febrilmente a un “modelo” disparatado y hacer de la economía nacional un campo minado para que el Presidente siguiente recibiera un país quebrado. Parecería que la ex presidenta cree que, a menos que el país entero se hunda, llevando consigo a su sucesor, su propio futuro será lúgubre, de ahí “la resistencia”, esta alianza extraña de militantes es de suponer sinceramente convencidos de las bondades del “proyecto” kirchnerista, prohombres de la patria contratista y otros dependientes, acompañados por auxiliares siniestros procedentes del submundo criminal, que está librando una guerra sin cuartel contra el usurpador “oligárquico” y “neoliberal” con el propósito de voltearlo antes de que les sea demasiado tarde.

James Nielsen
Revista Noticias
20/1/2016

martes, 19 de enero de 2016

…..EN LA IMPORTANCIA DE LAS FORMAS.

Por junio del 2012, me referí a la “importancia de las palabras” a raíz de una nota escrita por la señora Beatriz Sarlo en el diario La Nación.
Y ahora pretendo resaltar “la importancia de las formas” con motivo de los dichos de la citada señora en un programa de televisión.
Porque Beatriz Sarlo parece ser una persona con pergaminos.
Ganadora del Premio Konex de Platino y  del Premio Pluma de Honor de la Academia Nacional de Periodismo. “Enseñó” en  Columbia, Berkeley, Maryland y Cambridge. Porque ella no da clases, no tiene cátedras, no da conferencias, no dicta cursos o como sea. Ella “enseña”.
Y abundosa dedicación a la pluma. De cuyo resultado apenas conozco lo más superficial.
Notas, como: “Jorge Luis Borges: el axioma de la literatura argentina”. Estupendo

O el delicioso “El milagro de los imperturbables”. O el descriptivo y agudo “Algo más que un líder autoritario”

Lamentablemente no le pude expresar mi complacencia aunque lo hubiere intentado. Ya que la señora Sarlo escribe siempre sobre temas muy sensibles. O que al menos considera  sensibles
Por la sensibilidad del tema, esta nota está cerrada a comentarios.
Reza al final de cada una de ellas.
No. No parece una persona para ser tomada a la ligera. Se ve que ha aprendido mucho.
Pero me parece que hay otras cosas que se le han olvidado.
Me parece.
O tal vez no le dio el tiempo para aprenderlas. O no le interesaron. O vaya usted a saber.
De entre ellas, me llama la atención ese aire de superioridad y de desprecio con que viste sus presentaciones cada vez que la convocan a un programa de televisión. Y que son muchas, porque son muchos los que la tienen como un manantial de sabiduría.
O sea que, aparentemente, doña Sarlo sabe mucho. Y, sobre todo, nos quiere enjaretar su sabiduría.
Como a aquel buen muchacho del programa cómico  678, que recibió el ya famoso “ a mi no, fulano” (me refiero a fulano, porque no recuerdo el nombre del perengano del caso). Celebrado y festejado con estentóreo brío por periodistas, viandantes y, claro, sobre todo por los ciudadanos exánimes por la bastedad kirchnerista.
Sin llegar a apreciar que se trató de una salida en línea con su petulancia. Que estos sacamuelas podían seguir bardeando a cualquier  inadvertido que transitara por casualidad, gusto o  diversión por ese programa. Pero no a ella. No a la docta señora.
Ahora la he visto criticar con ahínco - y ese aire de sabidilla que gusta de expresar en el verbo y en el rictus -  la designación de los denominados “Ceos” para dirigir empresas y reparticiones del Estado.
Parece que eso está muy mal. Que hay que hacer como en los países civilizados, Francia por caso, donde todos los administradores del estado estudian en célebres “Ecoles”.
No tiene la patente de esta crítica. Ya la sanata fue inaugurada por un sinnúmero de charlatanes. Y festejada, por cierto, por los buenos para nada acostumbrados a vivir de lo ajeno.
Pero cabe pensar que resulta más conveniente para todos que una persona  exitosa en la actividad privada, que seguramente tiene las incumbencias y la dedicación necesaria para administrar intereses ajenos, sea convocada para manejar los nuestros.
Por caso y como socio del negocio, me apetece que una señora exitosa en una multinacional administre “nuestra” línea aérea en vez de un golfillo cuyo único antecedente es descender de un amanuense vitalicio de los dirigentes sindicales.
Si este gusto por los “Ceos” puede traer consecuencias no deseadas?
Seguramente puede. Porque, ya generalizando, cabe pensar que los “Ceos” – así, al bulto – deben ser gentes con una visión un algo distorsionada de la realidad de sus vecinos. Pero, al menos y también al bulto, no se burlan de ellos como gustan de hacer los apuntados a la política.
En fin. No puedo ir más allá. No soy lo suficientemente joven como para saberlo todo.
A  diferencia de nuestra invitada, quien terminó su intervención en el programa de marras expresando que “Macri le parece  aburrido”
Pues mire usted que comentario la mar de interesante y divertido.
Yo, por mi parte, termino dedicándole un poema escrito por un tal Jorge Luis algo. No recuerdo el apellido del escribidor pero si recuerdo que era un tipo importante en lo suyo.
Por si le sirve.

Si las páginas de este libro
consienten algún verso feliz,
perdóneme el lector la descortesía
de haberlo usurpado yo, previamente.
Nuestras nadas poco difieren;
es trivial y fortuita la circunstancia de
que tú seas el lector de estos
ejercicios, y yo su redactor.


Por la sensibilidad del tema, esta nota está muy, pero muy abierta a comentarios