domingo, 18 de diciembre de 2016

58 años

Me impresiona cuando, por un mero cambio de gobierno, una parte importante de una población llega a perder su país. Les pasó por un tiempo a los exiliados chilenos. Para los cubanos, que en el exilio ya suman unos dos millones y medio, la pérdida ha sido por toda la vida: por todos esos 58 años que llevan los Castro en el poder.

He pensado estos días en un cubano exiliado en particular: en Guillermo Cabrera Infante, uno de los novelistas más geniales del boom . Se exilió en 1965, a los 36 años. Desde su departamento en Londres, nunca dejó de escribir magistralmente sobre la isla. Por mucho tiempo no recibió el reconocimiento que se merecía, porque elogiar a un cubano exiliado era políticamente incorrecto. En el invierno de 2005 -todavía en Londres- falleció sin nunca haber podido volver a Cuba.

Yo lo conocí en Londres en 1967. Poco después, el New York Review of Books, o NYRB, me encargó un ensayo sobre la vida literaria en Cuba. Yo había estudiado los dilemas de los escritores en la Unión Soviética bajo Stalin, pero a los 23 años, quería creer que Cuba era más abierta y libre. Pronto, al hablar con muchos escritores cubanos, descubrí que su situación era también muy precaria.

El mismo Cabrera Infante había dirigido, desde 1959, una publicación vanguardista llamada Lunes de Revolución, con la idea, similar a la de los creadores rusos en 1917, de que el corolario natural de la revolución política era una revolución estética de gran libertad creativa. Como en Rusia, la idea resultó ser ilusa. En 1961, Lunes fue suprimido por "escasez de papel". Su pecado había sido defender P.M., un documental de Sabá Cabrera sobre la sensual Habana nocturna. Habían osado defenderlo después de que Castro decidiera prohibirlo, un acto de temeraria lesa majestad. Fue la época en que Castro, con una pistola en la mesa, pronunció sus notables "Palabras a los Intelectuales" en la Biblioteca Nacional. "Con la revolución todo", dijo. "Contra la revolución nada".

En 1967 se empezó a complicar Heberto Padilla, el poeta que, cuatro años después, iba a ser obligado a hacer una humillante confesión pública, tras un duro tiempo en la cárcel. Lo que pasó en 1967 fue que El Caimán Barbudo, una publicación de los Jóvenes Comunistas, les pidió a unos intelectuales que comentaran "La pasión de Urbino", una novela de Lisandro Otero, un mediocre escritor oficialista. Todos contestaron con apreciaciones adulatorias, con excepción de Padilla, quien preguntó por qué discutían esa novela, cuando en Cuba ni se publicaba una novela tan sublime como "Tres tristes tigres" de Cabrera Infante.

Debido a esa insolencia, El Caimán Barbudo fue suspendido, y sus editores despedidos. A Padilla lo echaron de su trabajo en Granma. Pero él era intrépido. En 1968 publicó en Unión su poema "No fue un poeta del porvenir", en que se reconoce como un poeta pesimista y recalcitrante que "siempre anduvo con ceniza en los hombros". No ha de sorprender que fuera acusado después de "actividades subversivas".

Para el NYRB, que libraba una campaña contra el gobierno norteamericano por la guerra de Vietnam, fue duro publicar mi ensayo en 1968, pero nunca me censuraron, comprobando la gran estatura de la revista. En 1980 fue gracias a gestiones del NYRB que Padilla logró exiliarse. A diferencia de Chile, el exilio para los cubanos no era una imposición, sino una desafiante aspiración. A esas alturas casi todos los mejores escritores habían logrado alcanzar el exilio.

Felizmente la literatura dura más que los discursos encendidos de los tiranos. Algún día "Tres tristes tigres", rígidamente prohibido en la isla hasta ahora, será leído por los jóvenes cubanos, quienes disfrutarán al fin de su humor, su ingenio y su alegre sensualidad.

David Gallagher
El Mercurio 9 de diciembre de 2016


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