Días
pasados el diario Clarín publicó un artículo de Fernando Savater. Y en ese
estilo delicioso que lleva su pluma expresa el significado de dar caña (antes
leña, aclara): “proferir enormidades truculentas e insultantes que acogoten sin
miramientos al personaje público detestado, sea del Gobierno o de la oposición.”
Y
continúa explicando que no le “resulta fácil comprender por qué este tipo de
vociferantes despierta tan morboso deleite en personas que en otros asuntos
prácticos de la vida atienden a argumentos y no a iracundos rebuznos. Siempre
me he resistido a creer -aunque no faltan pruebas que la abonan- en la teoría
que expuso Enrique Lynch hace años: que los españoles sentimos veneración por
los energúmenos. Prefiero suponer que para muchos es una satisfacción mayor
descalificar a personas que refutar argumentaciones.”
Coincide
en los tiempos esta diana con el fallo de la Corte Suprema sobre la ley de
medios. Y, sin invadir territorios ajenos, debo decir que la teoría de Lynch
parece aplicable en la Argentina de estas épocas.
Porque
para energúmenos contamos con el invalorable aporte del matrimonio gobernante.
Pero al día siguiente de dicho fallo tronó, desde la otra parroquia, una
andanada de “iracundos rebuznes”.
Los
“rebuznadores”, habían analizado el fallo con los tiempos requeridos y los
conocimientos indispensables? Seguramente
no. Porque el coro se desató sin solución de continuidad.
Y cabe
preguntarse. Quien puede leer y además analizar en un rato de ocio un fallo de
inusitada extensión , cuyos considerandos acogen estudiados votos de destacados
y muy destacados juristas?
Quien
puede seriamente opinar en otro rato de ocio sin tamizar todo el contenido de
cada voto con sus referencias doctrinarias y jurisprudenciales, su sentido, su
alcance, su implicidad?
Sin
olvidar las ilustrativas explicaciones del presidente de la Corte en una rueda
de prensa y, en especial, en un extenso reportaje que le concediera al diario
Perfil.
En el que
aclaró para los legos que la Corte se había expedido sobre la
constitucionalidad de la ley - que era lo planteado - y no sobre la
constitucionalidad de los procedimientos para su aplicación, tema que estaba fuera
de la litis.
Aunque en
este último aspecto, el fallo dejó sentado los condicionamientos para su
aplicación. Y queda claro que esto último no es un mero comentario escrito al
pasar. El fallo lo incorpora como doctrina de la Corte.
El
resultado es que aquella Corte de “turros” -
en términos de la impresentable jefa de las madres circulantes – se ha
transformado en un tribunal de pactos bastardos para la Sicofantes más conocida
de la menesterosa política criolla.
Quiero
presumir que hay muchos ciudadanos que analizan estos temas con el equilibrio
que merecen. Y si algún enterado los tilda de ingenuos, bienvenida sea esa
ingenuidad.
Porque es
la que nos aleja de la ciénaga de la desmesura – cuando no de la malicia – en
la que quieren sumergirnos los energúmenos.