miércoles, 23 de noviembre de 2016

FUTBOL ARGENTO, METAFORA DE UN PAIS

Todo el sistema futbolero se sostenía y se sostiene, desde luego, en que el ‘clú’ es un sentimiento, no puedo parar. Lo que justifica, además, los cantitos xenófobos, la venta de fruta en tribunas y plateas, la violencia apenas mitigada por la prohibición -única en el mundo, según creo- de hinchas visitantes, la despiadada lucha por el poder entre sectores internos, el poner y sostener a reconocidos delincuentes a cargo de la comisión directiva de los clubes y de la propia AFA, y una infinidad de barrabasadas más, siempre justificadas en la pasión nacional y la defensa de los sagrados colores de la institución. ¿Les suena, ahora?

El fútbol argento, como todo el país, se sometió por un cuarto de siglo a un proceso de demolición deliberada que, al destruir las despreciables instituciones republicanas, dejó florecer y prosperar a las tres instituciones populistas que proliferaron por décadas en la Argentina nac&pop: la mafia, la caja y la patota. Clubes, AFA, comisarías, sindicatos y organizaciones estatales, desde la oficina barrial hasta la cima del Poder Ejecutivo. Una mafia a cargo de una caja y una patota que se ocupa de custodiarlas. Instituciones que llevó décadas de trabajo y de lucha construir vaciadas por lúmpenes que se envuelven en sus banderas y te cantan, de seguido, el Himno Nacional y la marchita del club. Cortoplacismo, inflamación retórica, superficialidad, violencia verbal y de la otra; manoteo, afano y discursos sobre el amor a los colores y la solidaridad. Su emblema mayúsculo fue la barra brava, esa asociación delictiva que se autojustifica en la defensa de los trapos. Eso quisimos. Eso toleramos. Eso votamos.
No es un lamento de snob. Me gusta el fútbol y trabajé en el ámbito del deporte por veinte años. Viví en Italia y en España, países futboleros como pocos, pero nunca vi nada igual. En este cuarto de siglo peronista, el fútbol pasó de ser una pasión de los argentinos a transformarse en una religión, con sus dioses, sus sacerdotes y sus encargados de recolectar el diezmo. En todos los ambientes sociales argentinos el fútbol alcanzó el grado de primer tópico de las conversaciones, mientras la violencia futbolera se hacía un fenómeno incontrolable y la barra brava era entronizada a modelo para la juventud. “Esos tipos parados en el para avalanchas con las banderas que los cruzan así, arengando... Son una maravilla... nunca mirando el partido, porque no miran el partido. Arengan y arengan y arengan. La verdad, mi respeto para todos ellos”, dijo una vez la presidente.
En el discurso político del kirchnerismo no faltó tampoco la justificación de la violencia: “Hay cada ‘bombeada’ que no se puede creer. Y la verdad que cuando hay bombeada la gente se indigna y hasta el más pintado, el más educado, por ahí se manda un macanón... Quería realmente hacer justicia con miles y miles de gentes que tienen una pasión que los ha convertido en un verdadero ícono de la Argentina. A mí me gusta mucho la gente pasional”. Fueron palabras de la presidente de la Nación, un aval explicito para “verdaderos íconos de la Argentina” como Marcelo Mallo, barra de Quilmes y jefe de Hinchadas Unidas, eternamente investigado por sus múltiples vínculos con Aníbal Fernández y los Lanatta, los hermanos homicidas del Triple Crimen que alegraron el primer mes de gobierno de Cambiemos con la fuga más extraña del planeta.
Durante la Década SaKeada, la barra-brava fue erigida a objeto de culto y a modelo de comportamiento social. Los jóvenes argentinos de todas las clases giran hoy por las calles imitando su vocabulario prostibulario y sus cantos guturales, copian su elección del fútbol como tema monopólico de conversación, adoptan su nivel de agresión verbal y hacen propios la cumbia villera y el rock chabón como sus músicas. La barra-brava, convertida en modelo de comportamiento aceptado por la sociedad. El kirchnerismo lo hizo, con el apoyo del peronismo, experto desde siempre en su uso como fuerza de choque de la política y los sindicatos.
Pero no fue exclusividad del fútbol. El modelo barra brava se expandió al conjunto de las organizaciones sociales de la Argentina. Llegó a las cárceles en el formato “Vatayón Militante”; a los sindicatos, que se acostumbraron a dirimir el liderazgo de la CGT en pintorescos tiroteos entre la barra de la Uocra y la de Camioneros; a las organizaciones barriales y piqueteras, convertidas progresivamente a la religión del cadenazo y el piedrazo protegidos por la máscara y el bastón. ¿Y qué cosa fue el gobierno kirchnerista sino la versión superadora de la barra brava, con sus declamaciones de amor a la camiseta nacional y su conducta patotera y mercenaria? ¿Qué es el “Roban, pero defienden los Derechos Humanos” sino la versión traducida al lenguaje estatal del “Son violentos, pero defienden los trapos”?

Allí estamos aún. De allí venimos. Ojalá se corte el Fútbol para Todos y los privilegios impositivos. Ojalá la AFIP vaya por todo y haga respetar la ley, y los que delinquieron paguen con la cárcel. Y si algún beneficio excepcional reciben los clubes de fútbol por su contribución al deporte no profesional y a la agregación social, que la devuelvan respetando en sus estatutos los principios republicanos del país: división de poderes, representación de la oposición en los cuerpos directivos, agencias de fiscalización de la gestión, elección directa de representantes (incluido el presidente de la AFA) y transparencia en el uso de los recursos de todos. Ojalá que así sea, o que el abismo impositivo se trague a los responsables de una buena vez, que para otra cosa se necesitan los recursos estatales en este país.


Fernando Iglesias
diario Los Andes
23/11/2016

domingo, 13 de noviembre de 2016

QUIEN LE TEME A DONALD TRUMP?

Veamos que dice un tipo talentoso como Alejandro Borensztein en el diario Clarín.

Por suerte los brasileños nos ganaron 3 a 0 con un baile de novela y así pudimos matizar un poco la semana. Si no, con la fiebre de Trump a toda hora, esto hubiera sido francamente insoportable.

Desde la caída del Imperio Romano que no se veía un episodio político con tanta repercusión en diarios, radios, televisión, Web, etc. etc.

Ya no queda nada por decir o escribir sobre Donald Trump que no haya sido dicho o escrito por algún otro inútil en el mundo. Los tipos que hasta la semana pasada nos explicaban por qué iba a ganar Hillary, son los mismos tipos que nos están explicando ahora por qué ganó Trump. Salvo Rosendo Fraga que hace varios días venía avisando que “ojito”. No quiero ser injusto, posiblemente alguno más también.

Dicen que Macri dijo que Durán Barba dijo que ganaba Trump. No sé cuánto cobra el buen señor por decirle estas cosas al Presidente, pero si me lo preguntaba a mí, se lo hubiera dicho gratis. Y varios meses antes.

No es por fanfarronear, sino por pura lógica. Se caía de maduro (dicho esto con todo respeto por el exitoso eje kircherista iraní bolivariano).

Por mucho que se quiera explicar ahora, el señor Trump tenía casi ganada la elección desde el mismo momento en que empezaron a abandonar sus contrincantes en la interna republicana. Además de muchas ganas de ser presidente y decir lo que una buena cantidad de ciudadanos quería escuchar, como suelen hacer todos los candidatos, el tipo tenía lo más importante que hay que tener hoy en día para ganar una elección: era conocido hasta en el último rancho de Oklahoma. Pensemos en la Argentina. En los últimos 15 años, nuestras figuras electoralmente más importantes fueron: el estadista Macri y sus Copas Libertadores, el estadista Scioli y sus trofeos de motonáutica y el estadista Reutemann y sus laureles en la Fórmula 1. Del Lole ya nadie habla, pero vale la pena recordar que durante años lideró todas las encuestas y tenía el as de espadas en la mano. Que el tipo nunca haya querido jugar la carta, es otro asunto.

Descarto de este análisis a los Kirchner porque ellos llegaron a la Rosada de carambola, entre otras razones, porque en 2003 justamente Reutemann prefirió no correr, aún sabiendo que ganaba seguro. Nunca se supo bien por qué. Refuerza esta idea el hecho de que, como en aquel momento al Compañero Centro Cultural no le alcanzaban los votos para entrar al ballotage contra Menem, Duhalde le hizo confirmar la continuidad del ministro Lavagna y le enchufó de vice a Scioli (otra vez el tema de la popularidad) y así pudo llegar. Sin el empuje del Compañero Lancha, el kirchnerismo hubiera terminado conducido por López Murphy. Obviamente, luego del triunfo, los Kirchner entraron al selecto grupo de los popu. Una vez que ya sos presidente, con toda la guita y con todo el Estado a tu disposición, si no te haces conocido y popular, matate.

Pero los otros tres personajes, Macri, Scioli y Reutemann, sin pergaminos políticos de envergadura, ya eran populares y conocidos en cada rincón del país y superaban a cualquier figura surgida de la política pura como Binner, Alfonsin (hijo), Duhalde, Carrió, Stolbizer, Sanz, Solá, Cobos, Rodríguez Saá, Massa (completar la lista a voluntad). Detrás de todo esto hay una lógica imbatible: en el último rancho de Humahuaca hay un afiche de Riquelme levantando la Copa Intercontinental en Japón con la cara de Macri en el fondo. Eso lo impulsó a la Casa Rosada, más que ninguna otra cosa. Si en la final de la Libertadores del año 2000, el Patrón Bermúdez hubiera errado el último penal contra el Palmeiras, seguramente hoy el presidente sería otro.

Por supuesto, no es lo único. También hace falta una gran convicción y algo de contenido político. No mucho. Pero en estos tiempos modernos, la popularidad es la condición número uno. La condición número dos es que el otro candidato sea peor. Y ambas cosas se dieron en la elección presidencial americana.

Todos los análisis que se hacen sobre la transformación sociopolítica de la clase media norteamericana, los desocupados de Detroit, el fin de la globalización y la mar en coche hoy no se estarían haciendo si enfrente de Trump hubiera estado Bill Clinton, Barack Obama o John Fitzerald Kennedy por nombrar algunos baby’s del Partido Demócrata. Primero Dios creó a la pelota que pega en el palo y entra, o pega en el palo y sale. Después creó a los comentaristas deportivos.

Un cambio histórico, lo que se dice cambio en serio, fue la Revolución Francesa o la bolchevique. Si querés, para los argentinos también el 17 de octubre del 45. Pero el triunfo de Trump todavía no significa nada que no haya ocurrido hasta ahora.

Para los que se alarman y se angustian por lo que pueda llegar a pasar, vale la pena razonar que, sobre homosexualidad, latinos, afroamericanos, violencia de género o inmigración, Donald Trump piensa exactamente lo mismo que pensaban Bush padre, Bush hijo o Ronald Reagan. La única diferencia es que él no tiene ningún problema en decirlo.

Mango más, mango menos, el 47,5% de tipos que votaron a Trump es el mismo 46% que votó a John McCainn en 2008 cuando perdió contra Obama, y el mismo 47,3% que votó a Mitt Romney en 2012 cuando el gran Barack fue reelecto. Le digo más: ¡¡¡Romney en 2012 sacó 61 millones de votos y ahora Trump sacó… 60 millones de votos!!! O sea menos americanos desocupados enojados con el establishment de los que había cuando se presentó Romney. La única diferencia es que ahora la bocha pegó en el palo y entró.

Ahora resulta que están todos sorprendidos y espantados. Tan espantados como en 1980 cuando Ronald Reagan le ganó a Jimmy Carter. Ronald, como Donald, ganó invocando el mismo orgullo nacionalista que invocó Trump, luego del fallido operativo militar contra Irán organizado por Carter para rescatar a los rehenes norteamericanos que estaban secuestrados en Teherán.

En aquel momento, al igual que Putin ahora, el premier ruso Leonid Brézhnev brindó con vodka por el triunfo de Reagan, sin darse cuenta que se le estaba cayendo un piano en la cabeza. Pocos años después, ya no quedaba ni Leonid, ni Brézhnev, ni la URSS, ni el muro, ni el ballet del Bolshoi, ni nada. Salvo el vodka, por suerte.

Hoy en día, en la mismísima Plaza Roja, hay un shopping más grande que el Alto Palermo. Posta. Ya te firmo que próximamente se va a inaugurar el Trump Park Tower Hotel & Resort at Moscow. No entiendo ni por qué brinda, ni de qué se ríe Putin. Dejo para el final lo más divertido: nuestro querido y desorientado kirchnerismo tratando de demostrar que Trump es un transformador antisistema como se autodefinen ellos. Por supuesto, y como siempre, lo más genial estuvo a cargo de Ex Ella cuando elogió el resultado diciendo que “fue un voto contra el establishment”. Esto dicho por una señora a la cual hay que avisarle que cuando gobernás un país durante 12 años, el establishment sos vos.

Como dijo el gran Art Buchwald: “De tanto pelear largo y duro contra el establishment, acabarás siendo parte de él”.

Pero ya es inútil discutirle nada. Le seguirá dando al mundo explicaciones que ya no le importan a nadie. Sólo necesitamos que explique dos cositas: Báez y Nisman.


En fin, por ahora y como era de esperar, simplemente ganó Donald Trump. ¿Qué hay para almorzar?

viernes, 11 de noviembre de 2016

EL FENOMENO TRUMP

Como no podía ser de otra manera y aún antes de tener la certeza que don Trump ganaba las elecciones, la "intelligenza" criolla peló la palabra y el lapiz para explicar las razones del resultado.
El "cartel" de programas de televisión abandonó el asesinato en turno y al unísono se dedicó a tratar tema tan incordioso. Desde voluntariosos locutores y locutoras con dificultades para expresarse hasta la runfla de charletas que fatigan la popular "pantalla chica". Como siempre,  con alguna excepción. 
Por ventura, pronto un hecho luctuoso los obligó a abandonar tanto afán. El seleccionado de futbol fue goleado por el representativo de la asociación de pelota brasilero, hecho que merituó la plena dedicación al análisis de la catástrofe. No podía ser de otra manera.
Por eso me resultó un bálsamo leer un artículo escrito por un prudente intelectual, quien se pregunta - interpretación libre - por donde empezamos para estudiar lo ocurrido. 

Su título "El fenómeno Trump", su autor David Gallagher.
Diario El Mercurio viernes 11 de Noviembre de 2016.

El sorpresivo triunfo de Trump detonará infinitos estudios. A solo dos días, lo máximo que uno puede hacer es enumerar algunas áreas que estos deberán cubrir.
Primero, las encuestas. Habrá que estudiar por qué hacen agua en todo el mundo. ¿Será que los encuestadores saben cómo medir preferencias, pero no participación electoral? ¿Han aumentado los votos vergonzantes? ¿La gente quiere opinar sin identificarse, como lo hacen cuando se encapuchan en Twitter? ¿O es más díscola que antes? ¿Más volátil?

Después, cabrá estudiar por qué triunfa una combinación tan inusual de ideas como las de Trump; una parecida a la de los que promovieron Brexit, o a la que albergan ciertos líderes europeos supuestamente de derecha, como Marine Le Pen y Frauke Petry. Digo "supuestamente" porque muchas de estas ideas han sido tradicionalmente de izquierda, y son compartidas por izquierdistas como Bernie Sanders, Jeremy Corbyn o Pablo Iglesias, o por meros populistas como Beppe Grillo. ¿En qué consisten? Rechazo a la globalización. Nacionalismo, nativismo y repudio a la inmigración. Rechazo a las élites y a la "tecnocracia", en parte por su fracaso en prevenir -o siquiera predecir- el derrumbe económico de 2008-9, pero aún más por su racionalidad y realismo, intolerables para quienes quieren que la política se concentre en la expedita satisfacción de sus deseos.

Otro aspecto a estudiar: el triunfo de lo que se ha dado en llamar política pos-factual, o pos-verdad. Parece estar prosperando la teoría de Goebbels de que si se repite y repite una mentira suficientemente grande, la gente la termina creyendo. Esto es en parte consecuencia del rechazo a los tecnócratas y sus verdades limitantes. También de la cacofonía informática que hay en el mundo digital, en que es difícil distinguir lo verdadero. También de la renuncia por parte de los periodistas a ser los filtros racionales que fueron alguna vez. Muchos hoy día le dan igualdad de trato -lo que Paul Krugman llama "falsa equivalencia"- a un político que miente y dice locuras, y a uno que se ciñe a la verdad y a la razón. Incluso al primero lo tratan mejor, porque genera mejor rating . Cabe estudiar la copiosa publicidad que le regalaron los medios a Trump. Es cierto que algunos periódicos serios estaban con Hillary, pero Trump con sus payasadas era más entretenido y por tanto aparecía mucho más. Se calcula que solo en las primarias, la televisión le facilitó dos mil millones de dólares de publicidad gratuita.

A la política pos-factual y pos-racional la acompaña la falta de escrúpulos de todo tipo, y ese otro flagelo que es la judicialización. Trump logró convertir a Clinton -"crooked Hillary"- en sospechosa nada menos que de criminalidad. En eso lo ayudó vergonzosamente James Comey, el director de la FBI. Él la subía y bajaba como si fuera un juguete. Como cuando el 28 de octubre dijo que la estaba investigando de nuevo. Cabrá estudiar si fue coincidencia que dos días antes Rudy Giuliani, mentor de Comey, se jactara de que pronto vendría un notición que definiría la elección.

Cabe decir que Hillary fue mala candidata. Cometió un error en que están cayendo socialdemócratas en todo el mundo. En vez de ser fieles a sus convicciones, se radicalizan para complacer a la extrema izquierda. Es lo que hizo ella para atraer a los votantes de Bernie Sanders.

Nada menos eficaz. Es fatal en política tratar de emular las ideas del adversario. Una lección para los políticos chilenos más serios: la política pos-factual y pos-racional se combate no con intentos de emularla, sino con convicciones profundas ceñidas a la verdad y la razón. Los votantes agradecen una alternativa seria y sincera, si hay una en oferta.

domingo, 6 de noviembre de 2016

UNA SOCIEDAD EN EL BANQUILLO

Cristina y sus cómplices, integrantes ellos de lo que juristas llaman una “asociación ilícita” –es decir, una mafia– que durante años se dedicó a saquear el país, ya están desfilando por Tribunales. ¿Cuántos habrá? Una docena, tal vez más, de emblemáticos que por distintas razones lograron destacarse del montón, personajes como Julio De Vido, Lázaro Báez y José López, a quienes les ha tocado simbolizar la corrupción. ¿Fueron los únicos culpables de lo que sucedió en la Argentina de aquella década ganada? Claro que no, pero sería absurdo pedirle al sistema judicial incluir en la lista de acusados de delitos sumamente graves a los miles de políticos, jueces y otros que, de un modo u otro, colaboraron con los ladrones más notorios, para no hablar de los millones de personas que en privado celebraron sus hazañas, de tal manera que les aseguraban que podrían salirse con la suya.
Todas las sociedades son olvidadizas. Ninguna toma demasiado en serio la idea democrática de que, en última instancia, el pueblo soberano sea responsable de lo hecho en su nombre. Cuando cambia el clima político, la buena gente se siente víctima de un fraude perpetrado por sujetos inescrupulosos que aprovecharon su fe ingenua en la benevolencia de los gobernantes. Es lo que sucedió luego de hundirse la dictadura militar: para la indignación universal, se descubrió de golpe que el régimen había violado sistemáticamente los derechos humanos.
Algo similar, aunque mucho menos truculento, ocurrió al fracasar los proyectos liderados por Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Pues bien, ha llegado el turno de Cristina y sus allegados. No cabe duda alguna de que se apropiaron de una cantidad fenomenal de dinero, pero no se trata de una novedad, ya que se hicieron oír las denuncias en torno a la rapacidad de Néstor y su esposa antes de que, por voluntad popular, pudieran hacer de la Casa Rosada su centro operativo, mientras que en los años siguientes ni siquiera intentaron ocultar las maniobras claramente ilegales que los ayudaron a expandir sus negocios.
Para defenderse contra los resueltos a reemplazar los principios éticos de la Argentina de la década ganada por los presuntamente vigentes en el país actual, Cristina se afirma víctima de una campaña “político-mediática”. La verdad es que no se equivoca. Fue gracias a la política, en un sentido muy lato de la palabra, que la cúpula kirchnerista pudo continuar acumulando plata hasta que, por un margen estrecho, el electorado decidiera entregar el gobierno nacional a Mauricio Macri. No es que sus integrantes hayan engañado a la ciudadanía durante más de doce años; no les fue necesario. Para muchos, todos los políticos son corruptos de suerte que a su juicio sería injusto ensañarse con los kirchneristas, mientras que abundan los “luchadores sociales” e intelectuales resentidos que aprobaban su conducta por suponer que incomodaba a los oligarcas y otras alimañas neoliberales. A juzgar por las encuestas de opinión, todavía quedan varios millones de militantes de la corrupción vengativa convencidos de que, por portación de apellido, Macri es mucho peor.
Como no pudo ser de otra manera, Cristina quiere ubicar sus propias tribulaciones en un contexto continental. Las compara con las sufridas por Lula y Dilma en Brasil y, si bien con frecuencia decreciente, las de Nicolás Maduro en Venezuela. Después de su encuentro con el juez Julián Ercolini, dijo que todos “los líderes que pelearon por los más desposeídos” están bajo ataque, pero pasó por alto el que, con escasas excepciones, los protagonistas del ciclo populista que fue posibilitado por el boom de las materias primas o “commodities” hayan sido llamativamente corruptos.
A diferencia de los socialistas de antaño, que sí solían ser personas austeras ajenas a las tentaciones consumistas, sus hipotéticos herederos comparten los gustos y la falta de escrúpulos de sus presuntos enemigos ideológicos. He aquí la razón principal por la que en buena parte del mundo, no sólo en América latina sino también en Europa y Estados Unidos, el izquierdismo tradicional, irremediablemente aburguesado, está batiéndose en retirada. Parecería que, al darse cuenta de que sus objetivos declarados eran inalcanzables, los dirigentes se desmoralizaron por completo.
Tal y como se perfilan las cosas, Cristina, De Vido y compañía terminarán entre rejas. Desgraciadamente para ellos, por ahora cuando menos la inexorable lógica judicial importa más que la política. Por cierto, parece poco probable que en los próximos meses el país experimente la convulsión salvadora con la que sueñan los incondicionales de la ex presidenta. En cuanto al “quilombo” que amenazan con armar los militantes más fogosos si a alguien se le ocurre tocar un pelo de la señora, se ha reducido tanto su poder de convocatoria que, si organizaran protestas, los frutos de sus esfuerzos serían manejables.
Por lo demás, aunque Macri y otros referentes de Cambiemos insisten en que todo está en manos de la Justicia, de suerte que sería inútil pedirles que indultaran a los jefes kirchneristas, tanto ellos como los jueces y fiscales involucrados están midiendo la temperatura de la calle; lo que detectaron el lunes pasado cuando por si acaso blindaron el edificio totémico de Comodoro Py, les habrá persuadido de que el eventual encarcelamiento de Cristina no plantearía peligros excesivos, pero que les sería contraproducente dejarla en libertad a pesar de los cargos contundentes en su contra, ya que muchos lo tomarían por evidencia de su solidaridad para con otros miembros de la corporación política.
En vista de que ya es rutinario que, una vez caído en desgracia un gobierno, dos o tres “emblemáticos” den con los huesos en la cárcel, sería natural sentir cierto pesimismo frente al drama en que Cristina está desempeñando el papel principal. ¿Es el comienzo de un cambio permanente, uno equiparable con el que, gracias al liderazgo del presidente Alfonsín, se produjo en el ámbito de los derechos humanos, o sólo es cuestión de una etapa breve en que todos se comprometen a respetar la ley, después de la cual se reinstaurará la normalidad? Aunque es difícil sentir mucho optimismo, es posible que la escala realmente monumental de la corrupción kirchnerista, combinada con la desfachatez de los protagonistas, haya impresionado tanto a la mayoría que en adelante se niegue a tolerar delitos que antes podrían considerarse consentidos. Si bien nadie sabe con exactitud cuánto fue desviado de las arcas públicas para llenar las bóvedas y cuentas bancarias de la familia y sus amigos de la siempre embrionaria “burguesía nacional”, algunos, empezando con Elisa Carrió, creen que se trataba de miles de millones de dólares contantes y sonantes.
De ser así, el saqueo habrá contribuido mucho a depauperar el país, despojando a lo que aquí hace las veces de un Estado de plata para gastar en hospitales, colegios e infraestructura imprescindible, pero aún más costoso, si cabe, es la influencia perversa de la mentalidad de los corruptos que se sienten obligados a subordinar todo a sus propios negocios. Cuando los jefes máximos se hacen famosos por su codicia, carecerán de la autoridad moral precisa para hacer desistir a los demás. El resultado inevitable es que el Estado, capturado por una corporación política insaciable, se convierte es un inmenso chupasangre que quita la vida al resto de la sociedad. No extraña, pues, que la Argentina no se haya visto del todo beneficiada por una coyuntura internacional favorable comparable con aquella de fines del siglo XIX e inicios del XX que sirvió para enriquecerla. Por el contrario, la perjudicó.
Según Cristina y sus simpatizantes, sus problemas con la Justicia son causados por macristas deseosos de distraer la atención de los “desposeídos” del desastre que, por maldad congénita, se las han ingeniado para provocar. Según los macristas y, desde luego, un sinfín de miembros del “círculo rojo” mundial, las desgracias del país son en buena medida obra de los kirchneristas que lo trataron como una fuente de botín y, en la fase final de su gestión, dejaron a sus sucesor un campo minado que, apostaron, pronto estallaría para que pudieran regresar antes de que cobrara fuerza la prevista ofensiva judicial.
Son dos “relatos” radicalmente distintos. Por haber sido tan rampante la corrupción de los años K, el macrista lleva las de ganar y, aunque sólo fuera por la necesidad de sobrevivir, los partidarios del nuevo orden no tienen más alternativa que la de subrayar la contribución de sus antecesores en el gobierno a la debacle económica. A comienzos de su gestión, Macri y sus asesores querían minimizar la gravedad de la situación heredada por suponer que sería mejor decirles a los inversores en potencia que los problemas no eran tan profundos como era razonable creer, pero desde entonces han cambiado de opinión. Al resistirse a convalidar la estrategia gubernamental, Cristina privó a Macri y sus seguidores de motivos para brindar la sensación de estar dispuestos a ofrecerle la protección oficial que necesitaría para conservar su libertad, lo que a buen seguro ha incidido en el estado de ánimo de aquellos jueces y fiscales que están acostumbrados a dejarse influir por los vientos políticos.


James Neilson
Revista Noticias
6 de noviembre de 2016

sábado, 5 de noviembre de 2016

MI AMIGO BARACK OBAMA COMO EDITOR INVITADO DE WIRED

Soy un tipo que creció mirando Viaje a las estrellas, y mentiría si dijera que esa serie no tuvo al menos alguna pequeña influencia en mi visión del mundo. Lo que me encantaba de ella era su optimismo, la creencia fundamental en su base de que la gente en este planeta, con todos nuestros antecedentes disímiles y nuestras diferencias lisas y llanas, podemos unirnos para construir un mañana mejor.

Todavía creo en eso. Todavía creo en que podemos trabajar juntos para mejorar la suerte de las personas aquí en casa y en todas partes del mundo. Y aun si nos queda por avanzar en materia de viajes a velocidad superlumínica, todavía creo que la ciencia y la tecnología son los conductos de transcurvatura [el sistema de desplazamiento ultraveloz que los Borg descubrieron, en la serie] que aceleran esa clase de intercambio para todos.

He aquí otra cosa en la que creo: estamos mucho mejor capacitados que en cualquier otra época para asumir los desafíos que enfrentamos. Sé que eso podría sonar en contradicción con lo que estos días vemos y escuchamos en la cacofonía de los noticieros de televisión y las redes sociales. Pero la próxima vez que a nos bombardeen con afirmaciones desmesuradas sobre cómo nuestro país está perdido o que el mundo se deshace en pedazos, saquémonos de encima a los cínicos y los que quieren medrar con el miedo. Porque, en verdad, si tuviéramos que elegir cualquier momento del transcurso de la historia humana para vivir, elegiríamos este. Aquí en los Estados Unidos y ahora mismo.

Comencemos por el panorama general. Por donde se lo mire, este país es mejor, y el mundo es mejor, que era hace 50 años, 30 años o inclusive ocho años. Dejemos a un lado los tonos sepia de la década de 1950, cuando las mujeres, las minorías y las personas con discapacitadas quedaban excluidas de partes enormes de la vida nacional. Sólo desde 1983, cuando terminé la universidad, han bajado las tasas de cosas como el delito, el embarazo adolescente y la pobreza. La expectativa de vida ha aumentado. El porcentaje de estadounidenses con educación superior también ha aumentado. Decenas de millones de ciudadanos han obtenido hace poco la seguridad de un seguro de salud. Las personas negras y latinas han ascendido en las jerarquías que lideran nuestro comercio y nuestras comunidades. La cantidad de mujeres en nuestra fuerza de trabajo es mayor; también ganan más dinero. Las fábricas, silenciosas en el pasado, han revivido, y sus líneas de montajes producen en masa los componentes de una era de energía no contaminante.

Y del mismo modo que los Estados Unidos han mejorado, también lo ha hecho el mundo. Más países conocen la democracia. Más niños van a la escuela. Es menor el porcentaje de seres humanos que sufren hambre crónica o viven en la pobreza extrema. En casi dos docenas de países —incluido el nuestro— hoy las personas tienen la libertad de casarse con quien amen. Y el año pasado las naciones del mundo se unieron y forjaron el acuerdo más amplio en la historia de la humanidad para combatir el cambio climático.

Esta clase de progreso no ha sucedido por sí solo. Sucedió porque la gente se organizó y votó por perspectivas mejores; porque los líderes pusieron en práctica políticas inteligentes y con visión de futuro; porque los enfoques de los pueblos se ampliaron, y con ellos las sociedades también lo hicieron. Pero este progreso también sucedió porque le pudimos hallar una vuelta científica a nuestros desafíos. La ciencia es el modo en que hemos podido combatir la lluvia ácida y la epidemia del sida. La tecnología es lo que nos permitió comunicarnos de un océano a otro y sentir empatía mutua cuando un muro cayó en Berlín o apareció una personalidad de la televisión.

Esa es una de las razones por las cuales soy tan optimista sobre el futuro: el movimiento constante del progreso científico. Pensemos en los intercambios que hemos visto sólo durante mi presidencia. Cuando asumí, abrí nuevos caminos al dejar de a poco la Blackberry. Hoy leo mis resúmenes informativos en un iPad y exploro los parques nacionales con un casco de realidad virtual. ¿Quién sabe qué clase de cambios esperan a nuestro próximo o próxima presidente y a los que le sigan?

Por eso centré esta edición en la idea de las fronteras: artículos e ideas sobre qué hay detrás del horizonte siguiente, sobre qué se halla al otro lado de los obstáculos que todavía no hemos vencido. Quería indagar en cómo avanzaremos más allá de donde estamos hoy para construir un mundo que sea aun mejor para todos nosotros: como individuos, como comunidades, como país y como planeta.

Porque en verdad, aunque hemos grandes avances, no nos faltan desafíos por delante. Cambio climático. Desigualdad económica. Ciberseguridad. Terrorismo y violencia armada. Cáncer, Mal de Alzheimer y superbacterias resistentes a los antibióticos. Al igual que en el pasado, para superar estos obstáculos vamos a necesitar a todo el mundo: los que diseñan las políticas y los líderes comunitarios, los maestros y los trabajadores y los activistas de base, los presidentes y los inminentes ex presidentes. Y para acelerar ese cambio, necesitamos a la ciencia. Necesitamos a los investigadores y a los académicos y a los ingenieros; a los programadores, los cirujanos y los botánicos. Y, más importante, necesitaremos no sólo a la gente del MIT o de Stanford o del NIH pero también a la mamá de West Virginia que se las arregla con una impresora 3D, a la muchacha que aprende a codificar en el sur de Chicago, al soñador de San Antonio que busca inversores para su nueva aplicación, al papá de North Dakota que aprende nuevos conocimientos para así poder ayudar a liderar la revolución verde.

La cuestión es que hoy necesitamos a grandes pensadores que piensen en grande. Que piensen como cuando mirábamos Viaje a las estrellas o Inspector Gadget. Que piensen como los niños y las niñas que conozco cada año en la Feria de Ciencias de la Casa Blanca. Comenzamos esta actividad en 2010 con una premisa simple: hay que enseñarles a nuestros muchachos y muchachas que no sólo el ganador del Super Bowl merece ser celebrado, sino también el ganador de la feria de ciencias. Y cuando conozco a estos jóvenes, no puedo evitar imaginarme qué podría estar por venir: ¿qué podría pasar en la Feria de Ciencias de la Casa Blanca en cinco o 20 o 50 años? Imagino que un estudiante crea un páncreas artificial allí mismo frente al presidente, una idea que por fin eliminará las listas de espera para órganos críticos. Imagino a unas muchachas descubren un nuevo combustible que se basa únicamente en la luz solar, el agua y el dióxido de carbono; a un adolescente que hace que el voto y el activismo cívico sean tan adictivos como revisar la línea de Twitter; al niño de Idaho que cultiva papas en una parcela de tierra traída de nuestra colonia en Marte.


Esa clase de momentos está más cerca de lo que creemos. Mi esperanza es que estos muchachos y muchachas —quizá algunos de sus hijos e hijas o nietos y nietas— serán inclusive más curiosos y creativos y seguros de lo que nosotros somos hoy. Pero eso está en nuestras manos. Debemos seguir nutriendo la curiosidad de nuestros hijos. Debemos seguir financiando la investigación científica, tecnológica y médica. Y sobre todo, debemos acoger la compulsión, que es la quintaesencia nacional, de buscar nuevos horizontes y forzar los límites de lo posible. Si lo hacemos, confío en que los estadounidenses del mañana podrán mirar lo que hicimos —las enfermedades que vencimos, los problemas sociales que resolvimos, el planeta que cuidamos para ellos— y cuando vean todo eso, les resultará evidente que su tiempo es el mejor para estar vivos. Y entonces comenzarán otra página de nuestro libro y escribirán el siguiente gran capítulo en nuestra historia nacional, incentivados para seguir avanzando hacia donde nadie ha ido antes.