miércoles, 17 de septiembre de 2014

SILENCIO, POR FAVOR.

Hace tiempo que comenzó a resultarme inverosímil lo que uno lee y escucha en la Argentina. Y aclaro que me refiero solo a lo que dicen y escriben las personas que fundamentan sus decires con conocimiento.
A sentir que las palabras se alejaban cada vez más de la realidad.  Que comenzaban a carecer de significado y finalmente a volverse repetitivas. Y finalmente a reemplazar el mundo real por un mundo onírico, dominado por lo incoherente, lo disparatado y lo ilógico.
Sobre esta curiosa evasión colectiva de la realidad estaba preparando un  comentario cuando en el diario La Nacíon del día 17 de septiembre  encontré el artículo de Alejandro Katz que lleva por título :" Nos acostumbramos a lo inadmisible"
Convoco a los que puedan apreciarlo a recomendarlo a sus amigos y conocidos. No merece zozobrar en esta tempestad  de  palabras.




Nos acostumbramos a lo inadmisible
En la última década, las conductas de los gobernantes han corrido las fronteras de lo verosímil y hoy se juzgan como posibles conductas antes inimaginables, síntoma que refleja el deterioro de una sociedad con menos certezas
Por Alejandro Katz  | Para LA NACION
En otros sitios, o en este sitio pero en otros tiempos, que uno de los más altos cargos del Estado fuera acusado de apropiarse de la fábrica de papel moneda sólo podría haber causado azoro; que se sugiriera de un ex presidente que trasladaba bolsos con billetes debería haber resultado absurdo; que fortunas inmensas transferidas a los concesionarios de los ferrocarriles se hayan desvanecido en el aire debería haber sido incoherente. Sin embargo, aquí y ahora nada de todo eso resulta sorprendente: podría no ser verdadero, pero es verosímil: se non è vero, è ben trovato, se dice en Italia.

Una vez más, las conductas concretas de los dirigentes de la sociedad argentina han corrido las fronteras de lo verosímil y han instalado, en el territorio de lo que es posible hacer, prácticas que deberían ser completamente ajenas a lo imaginable. "Una vez más" significa que muchas veces ha ocurrido; sin embargo, el kirchnerismo ha sido, para esto, extraordinariamente pródigo, y ha contribuido de manera sustancial al deterioro de una sociedad que no termina de encontrar el modo de construir un futuro común.

Ninguna especie animal ha desarrollado comportamientos sociales de la complejidad y extensión que distinguen a la nuestra. Para ello, la biología y la cultura han contribuido realizando esfuerzos enormes que permitieron la selección de rasgos cooperativos, sin los cuales esa complejidad hubiera resultado imposible de alcanzar. De acuerdo con Michael Tomasello, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, con sede en Leipzig, esa disposición para cooperar -que no es exclusiva de los humanos- vuelve distintiva a nuestra especie cuando se suma a otras dos habilidades: la comunicación y el aprendizaje social.

Edward O. Wilson, uno de los más reconocidos biólogos de la actualidad, sostiene que "la selección entre grupos humanos típicamente promueve el altruismo entre los miembros de la colonia. Los tramposos pueden ganar dentro del grupo, quedándose con una parte mayor de los recursos, o evitando tareas peligrosas o rompiendo las reglas; pero las colonias de tramposos pierden frente a las colonias de cooperadores". Así como la psicología evolutiva y la biología de poblaciones han estudiado estas características desde la perspectiva de la evolución, también la sociología ha intentado comprender la razón por la cual nuestra especie produjo esa forma infinitamente elaborada de organización que llamamos civilización, y que tanto para su conformación como para su mantenimiento requiere inmensos esfuerzos individuales y colectivos. En términos evolutivos, el objeto de ese esfuerzo consiste en asegurar el mayor éxito reproductivo posible para nuestra especie; en términos sociológicos, como ha mostrado Norbert Elias, la función del proceso civilizatorio es fundamentalmente la de reducir la incertidumbre respecto del futuro.

Aunque la "conducta" de los genes, según la conocida fórmula de Richard Dawkins, es egoísta, y el comportamiento social es cooperativo, ambos comparten un rasgo común: tanto las estrategias evolutivas como las civilizatorias están orientadas al futuro. Estilizadamente, podría decirse que en el proceso de construcción de la civilización el lugar de la fuerza es ocupado por la palabra: expresada como argumento, como contrato o como ley, la palabra permite saber que los conflictos de valores, de ideas o de intereses no pondrán en cuestión la existencia misma del futuro, como sí lo hace la violencia que, ejercida sobre los cuerpos, cancela todo porvenir posible.

Uno de los rasgos principales del esfuerzo civilizatorio, en su afán de brindar algunas certezas sobre las alternativas del porvenir, consiste entonces en el establecimiento de límites a las acciones del presente: reducir la incertidumbre y actuar en función de "un futuro mejor" exige definir qué conductas son posibles y cuáles no lo son. Pero lo posible, para serlo, debe ser antes verosímil, en el sentido de que debe parecer posible, debe poder ser imaginado antes de convertirse en realidad.

La sociedad argentina expande las fronteras de lo verosímil hasta volver habituales -algunos dirían "naturales"- conductas, prácticas o situaciones que no deberían ser posibles, y que alguna vez no lo fueron. Basta pensar en los recolectores de cartón entre la basura en la ciudad de Buenos Aires: lo que fue una respuesta urgente y desesperada en el momento de la virtual desintegración del Estado y del colapso de la sociedad, se convirtió en algo cotidiano. Aquello que no podía ser pensado se vuelve verosímil; lo verosímil, posible, y lo posible, real. Y lo real, una vez normalizado, convertido en algo natural, adquiere la apariencia de ser justo o, cuando menos, de ser algo que es parte "del orden de las cosas": formas inadmisibles de la miseria, pero también modos más vastos de la anomia o de la corrupción como los que son, hoy, frecuentes entre nosotros.

Como en el caso de las inferencias bayesianas (nombre que proviene del Teorema de Bayes), según las cuales a medida que las evidencias se acumulan se modifica el grado de creencia en una hipótesis, así las conductas individuales y colectivas se van modificando de acuerdo con la espesura de aquello que es verosímil o que es inverosímil en cada momento. La conducta individual y colectiva no se rige solamente por lo que está prohibido, o lo que es ilegal, sino por lo que no puede ser pensado porque la cultura lo expulsó, aunque más no sea provisoriamente, del campo de lo posible.

En cierto modo, la restricción de las fronteras de lo verosímil es la condición de posibilidad del futuro; lo que orienta las decisiones del presente en función de incrementar la probabilidad, como dice Rorty, de que el futuro sea algo mejor. Y, si bien no es fácil decidir qué significa "mejor", quizá sea posible acordar en que el futuro será mejor que el presente en la medida en que los problemas que debamos resolver entonces sean diferentes de los problemas que debemos resolver hoy y de los que debimos solucionar ayer. Sin embargo, la Argentina parece decidida a confrontar siempre con problemas semejantes. Para muchos, esos ciclos de repetición y de fracaso son la reiteración de la condena que los envía a la miseria y al abandono. Para otros, son el fundamento del escepticismo respecto del destino común. Para casi todos son una franquicia para el ejercicio del cinismo, un cinismo que vuelve posible lo impensable, lógico lo absurdo, verosímil lo que nunca debería acontecer.

Se habla mucho de la decadencia de nuestro país. Todo aquello con lo que es posible cuantificarla lo confirma: desigualdad, pobreza, ingresos, educación. Las sociedades humanas, a diferencia de las colonias de insectos sociales, están compuestas por individuos cooperadores que no son solamente, como los insectos, extensiones robóticas de un mismo genoma. Las sociedades en las que predominan los tramposos, escribió Edward Wilson, pierden ante las sociedades de los cooperadores. Cuán fuertemente organizada y regulada está una sociedad depende de la cantidad de cooperadores en oposición a la cantidad de tramposos. Hasta tanto la clase dirigente no sea nuevamente virtuosa, hasta que no actúe en función del futuro común, la tendencia de fracaso no podrá revertirse. Y, para eso, es imprescindible restringir las fronteras de lo verosímil, hacer que determinadas conductas no sean posibles, que determinadas conductas no puedan siquiera ser imaginadas. Volverlas, una vez más, inverosímiles..