martes, 10 de abril de 2018


Tocinos del cielo y persianitas de manzana
Otra novela de intrigas y realidades de Alejandro Marin

El ex comisario Francisco “Quito” Verdudo decide volver a investigar la inexplicable desaparición de un matrimonio,  mutis que no pudo desentrañar cuando ejercía su función y se encontró con el misterio.
Para ello solicita la colaboración de su compinche, el economista, cocinero y diletante Jordi Gonorria, quien lo ayuda en la acometida.
Y ambos vuelven a recorrer el sendero de la intriga, buscando trazas tal vez pasadas por alto en su oportunidad.
La historia se desarrolla en la entraña del barrio de Almagro, distrito poblado por la paradigmática clase media – media. En su transcurso tendremos una visión satírica y pintoresca sobre los gustos, los hábitos, el estilo de vida y los secretos de la pequeña burguesía de la ciudad de Buenos Aires.
Relato del que no están ausentes el irresistible erotismo, la buena mesa, las notas sobre economía y los siempre desagradables malos ratos. Y también los buenos, claro. Como en la vida.
Vení y pasala bien.


sábado, 7 de abril de 2018

La cara en el espejo



James Nielsen
Revista Noricias
6/04/2018



Año tras año, los izquierdistas, kirchneristas y otros paladines del bien en su lucha eterna contra el mal festejan con orgullo desafiante el aniversario del golpe de Estado de 1976. Parecen entender que en cierto modo fue obra suya. No les molesta saber que, de haber logrado los militares remodelar el país como se habían propuesto, ellos también hubieran sacralizado el 24 de marzo. Tampoco les impresiona el que lo lógico sería que los comprometidos con los valores democráticos y el respeto por los derechos humanos celebraran con el fervor correspondiente el 10 de diciembre por tratarse de una fecha patria mucho más importante porque en aquel día de 1983 se restauró el orden constitucional, mientras que pasarían por alto una efeméride que en su opinión sólo merecería la aprobación de un puñado de derechistas nostálgicos.
Si bien son cada vez más los que piensan así, hasta ahora no les ha sido dado hacer retroceder a los resueltos a mantener el 24 de marzo como el día clave de la historia moderna del país. Para estos personajes, todo cuanto ha ocurrido desde entonces está relacionado con el golpe militar y sus secuelas. Como las tragedias de Sófocles o Shakespeare que han conservado toda su vigencia, los actores pueden cambiar pero los roles, y la trama, siguen siendo los mismos.
Lo último que quieren es que la Argentina deje atrás los años setenta o, lo que a su entender sería peor todavía, que se hiciera un análisis serio de las razones por las que tantas personas, incluyendo a muchos políticos moderados, creían que el golpismo era un fenómeno natural. Tampoco les parece extraño que en la Europa de la década de los ochenta del siglo pasado virtualmente nadie supusiera que la política debería continuar girando en torno a los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, una catástrofe que fue mil veces mayor que nuestra “guerra sucia”, mientras que aquí, a más de cuarenta años del golpe aún abunden quienes se niegan a reconocer que en el mundo mucho ha cambiado a partir de aquella jornada deprimente y que acaso valdría la pena no perder más tiempo fantaseando acerca de lo que pudo haber sido.
No será fácil convencer a “militantes” que se proclaman dueños absolutos de la Memoria, Verdad y Justicia, así con mayúsculas, que en su caso se trata de conceptos resbaladizos manipulados por demagogos. Tanto los protagonistas ya ancianos de los conflictos que ensangrentaron a la Argentina de hace dos generaciones como los más jóvenes que han hecho suyas las obsesiones de sus mayores, han procurado –con bastante éxito, hay que decirlo– , reemplazar la memoria auténtica de aquellos tiempos por otra ideologizada, personalizada, en la que les tocaba a los montoneros y erpistas desempeñar un papel heroico en defensa de la democracia.
Por el mismo motivo, prefieren ficciones, con tal que les sean convenientes, a la verdad comprobable, de ahí la sacralización del número talismánico “30.000”; como fundamentalistas religiosos, estallan de furia toda vez que alguien se anima a señalar que fue elegido por motivos propagandísticos, o sea, publicitarios, y se oponen a todo intento de averiguar cuántos desaparecidos hubo en base a la evidencia disponible.
Lo mismo puede decirse del empleo de la palabra “genocidio”, como si todos los asesinados por los militares pertenecieran a una etnia determinada que el régimen quería eliminar. Fue una matanza horrenda, de acuerdo, pero el genocidio es un crimen de dimensiones apenas concebibles en estas latitudes. El holocausto perpetrado por los nazis y el asesinato de entre 500.000 y un millón de tutsis en Ruanda fueron genocidios; lo hecho por la dictadura castrense no fue comparable con tales atrocidades colectivas en que participaron muchísimos civiles.
En cuanto a la Justicia, la actitud de la mayoría de los militantes que llenaron la Plaza de Mayo se asemeja a la reivindicada por su general favorito, Juan Domingo Perón, “Al amigo todo, al enemigo ni justicia”. Lo que piden es venganza. Con la complicidad de buena parte de una clase política intimidada, se las han arreglado para asegurar que cualquier militar acusado de violación de los derechos humanos se pudra hasta morir en una cárcel sin disfrutar de ningún beneficio previsto por la ley, mientras que terroristas culpables de crímenes parecidos se vean tratados como próceres democráticos. En principio, los “luchadores por los derechos humanos” deberían ser los primeros en exigir que sean tratados conforme a las normas que ellos mismos reivindican, pero pocos, muy pocos, están dispuestos a arriesgarse así.
La postura adoptada por los izquierdistas es paradójica; insisten en que delinquir en nombre del Estado es infinitamente peor que hacerlo en el de una agrupación rebelde que pertenece a lo que sería legítimo calificar del sector privado. Huelga decir que la distinción que hacen entre la violencia estatal por un lado y, por el otro, la de quienes la usan para apoderarse del Estado, está hecha a la medida de “compañeros” que hicieron un aporte fundamental al golpe al brindarles a los militares un pretexto para derrocar, con el apoyo tácito de muchos dirigentes políticos y ciudadanos comunes, al gobierno de Isabelita, además de popularizar la maligna idea maoísta de que “el poder nace de la boca del fusil”.
Tanto en la Argentina como en casi todos los demás países, los izquierdistas y los populistas que les son coyunturalmente afines están tratando de apropiarse del pasado por entender que, debidamente movilizado, los ayudará a incidir más en el presente y, desde luego, en el futuro. Para los organizadores de las manifestaciones más recientes, muy poco ha cambiado en los cuarenta y dos años que han transcurrido a partir del golpe. Cuando miran a Mauricio Macri, ven a Jorge Rafael Videla, Nicolás Dujovne será José Alfredo Martínez de Hoz –total, son “derechistas”–, los detenidos por actos de corrupción son presos políticos y Santiago Maldonado sigue siendo un desaparecido a pesar de que toda la evidencia hace pensar que murió ahogado sin la intervención de ningún gendarme.
En las circunstancias imperantes, la voluntad de tanta gente de aferrarse a una mezcla de exageraciones malévolas, interpretaciones arbitrarias y mentiras no puede sino ocasionar preocupación; sociedades enteras –entre ellas la venezolana–, han sido arruinadas por la irracionalidad de minorías fanatizadas que anteponían sus propias ambiciones al bienestar común. El que, a pesar de todo lo sucedido, el kirchnerismo aliado con la izquierda dura que fantasea con dinamitar el orden existente siga representando la alternativa más probable al macrismo, y que iría a cualquier extremo para impedir que el país levante cabeza, es inquietante.
Lo mismo que en el resto del mundo, a los supuestos herederos locales de los rebeldes y revolucionarios de otros tiempos les gusta creerse víctimas de la maldad capitalista, imperialista, racista y, últimamente, sexista del establishment planetario. Entre otras cosas, suponen que la condición así supuesta les ahorra la necesidad de decirnos lo que harían para remediar las injusticias que denuncian si regresaran al poder. Treinta o más años atrás, era posible confiar en que, bien aplicadas, las recetas revolucionarias podrían crear sociedades superiores a las “burguesas”, pero la experiencia nos ha enseñado que se trataba de una ilusión trágica.
En todas partes, las distintas variantes de la izquierda están batiéndose en retirada porque han sido incapaces de elaborar programas de gobierno que no sean meramente negativos. Sin darse cuenta de ello, los progresistas se han vuelto reaccionarios, aunque pocos lo son tanto como en la Argentina; a juicio de muchos, 1976 sigue siendo el año cero y cualquier intento de separarse de él les produce indignación.
En cierto modo, el apego a expectativas frustradas o, como ellos afirman, al “idealismo” juvenil que se atribuyen, de quienes sigan conmemorando el 24 de marzo es comprensible; es cuestión de casi todo su capital político y, en muchos casos, de una fuente de ingresos nada despreciables. Puesto que desde los años setenta los partidarios de la fantasiosa “revolución nacional y popular” no han logrado anotarse éxitos, genuinos o virtuales, no les ha quedado más opción que la de continuar aprovechando lo que consiguieron al ganar, de manera aplastante, la batalla cultural que, con el respaldo de oportunistas como Néstor Kirchner y su esposa, libraron contra quienes los habían derrotado en la lucha armada que habían emprendido.
¿Qué buscaban quienes colmaban la Plaza de Mayo para protestar contra los militares ya muertos que encabezaron el golpe de 1976? Muchos se limitaban a aprovechar una nueva oportunidad para gritar consignas contra Macri. Otros temían perder el poder de veto sobre todo lo vinculado con el golpe de aquel año fatídico por suponer que es un asunto exclusivamente suyo y por lo tanto debería permanecer vedado a quienes no comparten sus preferencias, prejuicios y trayectorias. Así y todo, sin que el gobierno de Cambiemos los haya alentado, algunos investigadores y periodistas están llegando a la conclusión de que al país le convendría que el pasado oficial, por decirlo de algún modo, dejara de ser un espejo distorsionador diseñado no para reflejar la verdad auténtica sino una versión engañosa inventada por una facción política rencorosa.