sábado, 28 de enero de 2017

LA ARGENTINA Y LOS DERECHOS HUMANOS (I)

 ¿Que visión de la historia argentina reciente tiene un joven que está en sus veinte, veinticinco, treinta años de edad?
No conocieron las épocas de los gobiernos militares que nos agobiaron desde 1930 ni todas las cosas – generalmente malas – que acaecieron durante esos tiempos. Eso si, se les ha enseñado que fueron épocas oscuras donde se violaban sistemáticamente los más elementales derechos de las personas, donde los ciudadanos desaparecían corrientemente, dada la brutalidad de los gobiernos militares, donde existían campos de concentración y se vivía bajo un régimen de terror similar a la Alemania nazi. Curiosamente – o no tan curiosamente – este es el ejemplo que se convoca, evitando comparaciones poco simpáticas con otros sistemas totalitarios como al Rusia soviética o la Cuba castrista.
Y que los luchadores por la libertad fueron sistemáticamente exterminados, sus hijos secuestrados y sus amigos y parientes torturados y encarcelados en siniestras mazmorras.
Menuda sorpresa se llevarían de saber que, por el contrario, la vida para la inmensa mayoría de los ciudadanos de a pie durante esos años era mucho más amable que la de hoy. Y que fundamentalmente toda la organización del estado era infinitamente más seria y más honesta que la de hoy. Claro que mucho se escandalizarán al leer esto. Pero con escandalizarse no se escamotea la realidad. Por de pronto, los políticos venales e incapaces que resultan un azote para las gentes tenían poca injerencia en la administración pública.
Eran los militares quienes tenían el timón del estado aunque, por cierto, permeados por las corporaciones. Y debe decirse que la carrera militar, con todas las limitaciones, carencias, rasgos de violencia, ignorancias y escasísima aptitud para el disenso – todas características seguramente necesarias para el menester – se nutre por lo menos en la dedicación y el compromiso con lo que ellos entienden como país, patria, nación. Aunque, como es natural, muchas veces el acceso a las arcas públicas les despertaba nuevas simpatías como la de engordar la billetera. Siempre, por cierto, con más discreción que las guarangadas que hemos visto ultimamente..
La mayoría de los temas se discutían públicamente, con incluso más respeto por el disenso que durante los dos últimos turnos democráticos, como cualquiera puede apreciar recorriendo los diarios de la época. Con las limitaciones impuestas por una censura que recordaba el respeto que debía guardarse a los señores generales y a lo que se consideraban las buenas costumbres. Porque en esas épocas, fumar un porro era un delito severo, ser homosexual un desvío inaceptable de la naturaleza y hasta llevar el pelo largo una alteración de la urbanidad.
Por cierto que esos criterios no eran exclusivos de los militares. Respondían a una forma conservadora y autoritaria de moldear la realidad. Salvo en aquellas sociedades de talante más liberal. Y claro, mostrarse activa y extremadamente de izquierdas una perversión que justificaba la expulsión del impertinente de los cargos públicos en que pudiera influir con tan peligrosa forma de pensar. Para no hablar de los degenerados que pretendían separarse de su mujer para juntarse con la secretaria. O las malas madres que pretendían abandonar a su marido para abarraganarse  con el kinesiólogo. (En esa época no se había alumbrado todavía la profesión de “personal treiner”)
Todo debía hacerse con discreción. Sin que se enteraran los vecinos ni los obispos.
Pero salvo manifestaciones puntuales de violencia extrema, como la quema de las iglesias, la destrucción de clubes considerados oligarcas y por cierto más graves como el bombardeo de plaza de mayo o el fusilamiento de militares simpatizantes del líder más popular, la sociedad argentina era pacífica. O por lo menos relativamente pacífica Por cierto no conocía las violencias apabullantes que campeaban en la mayoría de los países de latinoamérica.
Hasta que todo cambió a fines de los años 60.

(continuará)

sábado, 21 de enero de 2017

MACRI Y EL FACTOR HUMANO

Mauricio Macri quiere ser el gran modernizador de la Argentina, el presidente que, por fin, encuentre una salida de la zona pantanosa en que deambula el país, empobreciéndose cada vez más, desde hace casi un siglo. En principio, no debería serle tan difícil; otros pueblos, entre ellos algunos de características afines, que a mediados del siglo pasado eran más pobres que el argentino lograron acoplarse al mundo desarrollado, de suerte que sabrá lo que es necesario hacer. Pero las cosas distan de ser tan sencillas.
Por desgracia, no se equivocaba por completo el entonces secretario del Tesoro norteamericano Paul O’Neill cuando, frente a la crisis fenomenal de 2001 y 2002, dijo que “hace 70 años o más que los argentinos entran y salen de situaciones problemáticas. Ellos no tienen una industria de exportación que valga la pena. Y así les gusta. Nadie los obligó a que sean lo que son”. Puede que el funcionario sólo aludiera al grueso de los políticos, sindicalistas y empresarios que en última instancia son los responsables del estado deprimente del país, ya que a los pobres y quienes corren peligro de compartir su destino no les gustan para nada las situaciones problemáticas, pero puesto que los miembros del establishment local llevan la voz cantante, estaba en lo cierto.
Sucede que la clase dirigente argentina es muy pero muy conservadora. Se resiste a cambiar. Aún más que sus equivalentes de otras latitudes, sus líderes se aferran con tenacidad a lo conocido. Y no le ha ido nada mal. Luego de superar lo de “que se vayan todos”, sus integrantes se las arreglaron para consolidar sus muchas conquistas, ya que cuando de sacar provecho de sus propios fracasos atribuyéndolos a otros se trata, son campeones mundiales. Han podido hacerlo en gran medida porque, como acaba de recordarnos Carlos Pagni, el ex socio televisivo del nuevo ministro de Hacienda Nicolás Dujovne abundan los esquizofrénicos que, si bien “rechazan a los políticos y creen que la administración pública está plagada de incompetentes o de ñoquis”, por hostilidad hacia lo privado quisieran que el Estado se encargara de virtualmente todo. Tal actitud nos dice mucho.
Aunque los macristas aspiran a reformar lo que aquí hace las veces de un Estado desburocratizándolo y profesionalizándolo, como en su momento hicieron los británicos, franceses y japoneses con los suyos para crear una especie de mandarinato inspirado explícitamente, en el caso de los primeros, en el de la China confuciana, no hay garantía alguna de que prospere la idea de que al país le convendría contar con un auténtico “servicio civil”.  Si es cuestión de algo realmente importante, como el fútbol o el tenis, la gente suele ser ferozmente elitista, pero preferiría que el Estado nacional y sus variantes provinciales o municipales se organizaran según pautas mucho más flexibles que las habituales en el mundo deportivo.
El temor a un brote de elitismo puede entenderse. Son muchos los empleados públicos actuales que se verían perjudicados por la eventual necesidad de participar de cursos de capacitación, rendir exámenes esporádicos y así por el estilo. Los apoyan vigorosa y ruidosamente los sindicatos del sector que, por razones que podrían calificarse de estructurales, siempre defienden los presuntos derechos adquiridos de los afiliados más vulnerables. La posibilidad de que colaboren con los deseosos de modernizar el Estado es virtualmente nula. Lo mismo que los compañeros del sindicalismo docente, los de otras reparticiones estatales seguirán anteponiendo los intereses de los menos capacitados a aquellos de la sociedad en su conjunto. Algunos ya han dado a entender que, en su opinión, los reformistas se han propuesto librar una guerra contra el pueblo trabajador.
Los convencidos de que el capital humano de la Argentina es tan maravilloso que, con tal que el gobierno nacional maneje la economía con sensatez, debería serle fácil emular a países que han conseguido enriquecerse en un lapso muy breve, propenden a pasar por alto el déficit educativo. De tener razón quienes suponen que el futuro de una sociedad determinada dependerá del nivel alcanzado por los alumnos de los colegios secundarios, las perspectivas que enfrentamos a mediano y largo plazo son sombrías. Según las pruebas internacionales, el desempeño de nuestros jóvenes es equiparable con aquel de países como Kazajstán, Albania e Indonesia, a años luz de los más avanzados, en especial de China, el Japón, Singapur y Corea del Sur, lugares en que la pasión educativa es llamativamente intensa.
¿A qué se debe tanto atraso? Los sospechosos de siempre son los sindicatos, los maestros, un sistema educativo supuestamente anticuado y, desde luego, la pobreza, pero tal vez no sea más que la consecuencia lógica de una cultura política reñida con el esfuerzo individual. Mientras que en China, la eliminación por Deng Xiaoping de una red espesa de trabas que habían tejido marxistas dogmáticos resultó ser más que suficiente como para liberar las energías de un pueblo de mentalidad capitalista nata, de ahí el crecimiento explosivo de un país hasta entonces paupérrimo, aquí medidas similares modificarían poco. Lejos de aprovechar la oportunidad para hacer valer los talentos propios como hicieron los chinos, millones de personas se sentirían abandonadas por un “Estado ausente” al que acusarían enseguida de defraudarlas.
En una época en que, a pesar de lo ocurrido últimamente en distintas partes del mundo desarrollado, los valores dominantes siguen siendo más individualistas que colectivistas, la diferencia así supuesta es clave. En algunas sociedades, apostar a la iniciativa personal tiene sentido; en otras, sólo motiva indignación y envidia.
Macri y sus coequiperos esperan que la Argentina, debidamente aleccionada por una larguísima sucesión de fracasos desastrosos, esté dispuesta a protagonizar una suerte de revolución cultural como las que posibilitaron la “modernización” de otros países que, a primera vista, no tenían más que una pequeña fracción de sus ventajas comparativas. Es que aun cuando los recursos naturales –el campo, Vaca Muerta, la minería – resultaran ser fabulosamente lucrativos, no bastarían como para reemplazar el factor humano que hoy en día es, por lejos, el recurso económico más valioso.
Lo comprenden muy bien los chinos; sueñan con tener sus propias versiones de empresas gigantescas como Apple, Google y otras que son productos casi exclusivamente de la inteligencia creativa si bien, de modo indirecto, hicieron su aporte las condiciones socioeconómicas en que pudieron desarrollarse. De todos modos, nadie ignora que, de concebir un joven argentino un proyecto parecido a los de Steve Jobs, Larry Page y compañía que pronto engendrarían miles de millones de dólares, para que asumiera una forma concreta tendría que emigrar, ya que por razones burocráticas, económicas, legales y culturales, el medio ambiente nacional no le sería del todo propicio.
Aquí, lo que hace mucho tiempo alguien llamó “la máquina de impedir” sigue funcionando con eficacia notable. Puesto que cuenta con la aprobación de muchas personas influyentes que entienden que el cambio podría resultarles muy incómodo, los decididos a desmantelarla se saben constreñidos a proceder con mucha cautela. Nada de choques y ni hablar de “ajustes”.


Revista Noticias
15/1/2017

miércoles, 18 de enero de 2017

A NO OLVIDARSE

En los últimos días he visto al ex supremo Zaffaroni muy opinador sobre temas de actualidad. Ello me llevó a recordar que don Zaffaroni nos está debiendo una explicación sobre un suspense que tiene ya varios años de antigüedad.

Consiste en saber que y cuanto había de cierto en la denuncia que le hicieran cuando integraba el supremo tribunal de justicia, acerca del destino poco elegante – para llamarlo de alguna manera - que le daba a algunas de sus propiedades.

Con motivo de dicha denuncia publiqué un artículo en este blog y curiosamente – no recuerdo la razón – lo firmé como Antonio Amador.

Lo he extraído del almanaque para ayudarnos a recordar que, cuando lo veamos o lo escuchemos, conservemos presente su obligación de darle alguna explicación a los ciudadanos.

Se titulaba “El supremo y las casas de putas”.

Y dice así.

 

Ya calmadas un poco las aguas, aunque el tema mantenga su actualidad, resulta oportuno pensar con prudencia sobre la denuncia realizada por una ONG con relación al destino que se le daba a algunas propiedades de un Juez de la Suprema Corte. Como cualquier ciudadano, he seguido el tema por los diarios.  Y por lo que parece, se trata de algunos departamentos - cuatro, seis, no tengo claro el número - dados en locación por el Supremo, los cuales se utilizaban  para encuentros con "trabajadoras del amor". Perdonen ustedes el eufemismo, pero ocurre que como ya no hay maestros sino "trabajadores de la educación”,  ni artistas, reemplazados por los "trabajadores del arte", debo presumir que tampoco hay mas putas.  Así que para no ser acusado de discriminación por organismos serios como el instituto nacional contra la discriminación, debo forzar el idioma español. Y reemplazar el tan castizo “ir de putas” por el tan ridículo “ir de trabajadoras del amor”.
Puesto el tema en la vidriera, se produjo otro de los deliciosos escandaletes a los que nos tiene acostumbrados la vida pública en la Argentina. Sobre todo en el ámbito de la justicia, que nos está dando tanto malos ratos.
No conozco personalmente al Supremo, por lo que mi información sobre él es de segunda mano. Pero así y todo tengo la convicción que se trata de un individuo destacado en el quehacer jurídico, honorable y buena persona. Así incluso lo han dejado trascender sus colegas del tribunal.
Y mi tendencia – algo pasada de moda – es creerle a la gente que considero respetable. Así que doy por buena su manifestación de desconocimiento sobre este hecho. Y me gustó la explicación sobre su falta de dedicación al control de estos arrendamientos, tema que dejó en manos de su amigo y apoderado. Porque tendríamos una justicia ideal si todos los jueces dejaran al margen de su atención cotidiana los negocios particulares y se avocaran a la atención de las múltiples causas que los atosigan.  Por más que, como todos los seres humanos,  de cuando en cuando se encontraran con desagradables sorpresas.
Lo que resulta difícil de creer es que el apoderado no estuviera al tanto del tema. Porque no se trata de un departamento sino de varios, lo que me hace suponer una causalidad más que una casualidad. A menos, claro, que sea tonto de capirote. Por eso uno hubiera esperado que el Supremo se hubiera puesta el sombrero para ir a echarle al hombre una marimorena,  por haberlo expuesto a él y a la majestad de la justicia a tan desagradable como delicada situación. No me alcanza con que lo defina como solo propietario de un auto viejo y de un sobretodo deshilachado.
Ni mucho menos sirve que el Supremo denuncie una campaña de hostigamiento en su contra. Porque debe saber perfectamente que su postura controversial en materia penal así como su aparente simpatía – alguna por lo menos – con los poderes de turno, desatan el enojo de muchos ciudadanos chinchudos por la falta de seguridad personal y por la fetidez y malos modos del gobierno. Lo que es aprovechado para montar campañas de prensa.
Y sabe sobre todo, que se trata de una denuncia inconducente para esclarecer este episodio.
De manera que el Supremo nos sigue debiendo una explicación más consistente a los que creemos en su decencia. Más que a los diputados y senadores, muchos de los cuales – supongo – más que una explicación preferirían un pase sin cargo para las casas de putas.”


Septiembre 2011