Estar una semana en La Habana para quien -como yo- no conoce la ciudad es una experiencia de alta intensidad. Recién regresado a Chile, me sigue dando vueltas todo lo que compartimos allí, en familia y con amigos, mientras tratábamos de entender lo que a veces parecía otro planeta. Lo único seguro es que el tema de Cuba es mucho más complejo visto de cerca que de lejos. Porque si la isla está lejos de ser un paraíso, tampoco es un infierno.Visitamos muchos estudios de artistas jóvenes, algunos ya reconocidos internacionalmente. Eso fue genial. De alguna manera las artes visuales son una buena expresión de lo que es el país, gracias a que no han sido tan reprimidas, a diferencia de las literarias, duramente censuradas por un régimen que no tolera la competencia en materia de retórica verbal. Entre los artistas, se repetía un gran tema: el de la sobreimposición de tiempos que hay en la isla, donde el pasado irrumpe a cada rato como un convidado de piedra. Eso se debe en parte a que el régimen ha sido culto en cuanto a conservación arquitectónica: donde en tantos países se demuele, en Cuba se restaura. Lo que se puede, claro, porque la mayor parte de la ciudad está en decadencia. Pero para los artistas, el pasado no es un mero tema de conservación. Es la fisura, física y metafísica, que descompone el monolítico relato oficial.
Al recorrer las obras de estos artistas, me acordaba de Tres tristes tigres, esa gran novela de 1965 -que no hay cómo comprar en Cuba- en que Cabrera Infante rescata La Habana nocturna de antes de la revolución: su música, su humor, su sensualidad. Novela cuyo epígrafe, tomado de Lewis Carroll, es: "y trató de imaginar cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada". Los artistas cubanos tratan de entender cómo era esa luz. ¿Qué es lo que el tiempo -o el constructivismo revolucionario- extinguió? Algo distinto a los vestigios visibles que uno ve. Porque el Chevrolet modelo 1958 rosado de ahora era nuevo en 1958, y -quién sabe- blanco o azul: el rosado, como las fotos de Al Capone en los hoteles, es parte de la teatralidad kitsch que se ha ido montando para los turistas. Para los artistas, el pasado es un tesoro intangible que urge reencontrar. Es que cuando la ruptura ha sido tan profunda que millones han tenido que exiliarse, la busca del tiempo perdido es un imperativo moral. Hay que rescatar esa luz apagada para poder forjar un futuro propio, sin dejarse invadir por culturas ajenas. La propia es amplia y profunda, y lo será aun más cuando se pueda comprar libros no solo de Fidel y del Che como ahora, sino de los grandes escritores que tuvieron que partir.
A veces en Cuba sentíamos un poco de vergüenza, porque veíamos que para el mulato de a pie -el que no pertenece a la élite blanca de los hermanos Castro y sus adláteres- la vida es muy dura. En un país en que están reprimidos el mercado, el lucro y la iniciativa privada, solo quedan excedentes para financiar los derechos sociales más exiguos. En la calle hay gente que nos pide hasta jabón. Gente que nos cuenta que en un año no ha comido carne. Gente que dice lo que piensa solo cuando entra en confianza, porque la dictadura es omnisciente y vengativa.
Pero los cubanos son simpáticos como nadie y a veces sí lo pasan muy bien. Distinto es el comunismo con salsa, pienso. Estamos en un parque oyendo tocar a Isaac Delgado y a Los Vam Vam. Unos 12.000 cubanos "echan unos pasitos", unos sublimes pasos de salsa, y es inútil el pedido de Delgado cuando canta "señoritas/con cordura/controlen el movimiento de la cintura". Esa libertad al bailar prefigura, pienso, la libertad que alcanzará la isla algún día.
Ojalá en ese momento se construya sobre lo mucho que ya hay, sin odiosas retroexcavadoras.
David Gallagher
El Mercurio
4/3/2016