arturo perez reverte
Desde hace casi
treinta años, la Recoleta es mi barrio cuando viajo a Buenos Aires. Y cada día,
haga lo que haga, camino cinco minutos desde mi hotel hasta el lugar donde,
invariablemente, desayuno tres medias lunas con un vaso de leche tibia mientras
hojeo los diarios o un libro junto a las sombras gratas de Borges y Bioy
Casares. Ese lugar es el café La Biela, en su esquina formidable desde la que,
a través de los ventanales, puedo contemplar el espectáculo diario de lo que
más me alegra el corazón cuando estoy en esta ciudad: los perros de las casas
vecinas a los que sus cuidadores sacan a pasear en grupos, atraillados y
pacíficos, y sueltan un rato para que jueguen en el césped que hay ante los
grandes magnolios. Esos perros de la Recoleta son perros felices, chuchos bien,
que tuvieron la fortuna de caer en casas donde se les cuida e incluso mima, a
diferencia de los otros infelices que vagan por los barrios más humildes de la
ciudad, o son abandonados en cualquier sitio cuando dejan de ser graciosos
cachorros. Al menos éstos que veo pasar ante La Biela están a salvo, dentro de
lo que cabe. Y eso alivia un poco mi tristeza cuando pienso en sus camaradas
con menos suerte en el mismo Buenos Aires, en España, en tantos lugares del
mundo donde la infamia del ser humano desprecia, o maltrata, su lealtad y su
nobleza.
En el último viaje, sin embargo, esos ratos felices de la Recoleta se han
visto empañados por una pérdida. Si es cierto que sigo desayunando en La Biela,
ya no puedo ocupar mi mesa habitual en la Munich, que durante tres décadas fue
el lugar al que estuve yendo a comer o cenar, solo o con mis amigos. El
restaurante Munich –para los asiduos, la Munich– había nacido en 1930 en forma de lechería, que
doce años después se transformó en restaurante de estilo alemán. Lo descubrí en
1982, cuando fui a cubrir la guerra de las Malvinas, y desde entonces casi no
hubo día en Buenos Aires que no pasara por allí. Ahora, sin embargo, ya no
existe. Lo vendieron sus dueños y, según me cuentan, proyectan construir allí
un edificio de doce plantas, clavando un clavo más, uno de muchos, en el ataúd
de uno de los barrios más personales y elegantes de la ciudad.
Murió la Munich, como digo. Cerró hace unos meses tras una triste agonía a
la que tuve el desconsuelo de asistir. Sus dueños, pendientes de la venta que
ya negociaban, la dejaban fenecer como en el tango, y así la vi en mis últimas
visitas: sola, fané y descangallada. Durante el último año se había desplomado
la calidad de la comida, todo era un enorme descuido, y sólo me ataba al lugar
la profesionalidad perfecta de los viejos camareros de chaqueta blanca; que,
aunque se les debían varios sueldos, hacían cuanto estaba en sus manos por ser
fieles a lo que habían sido. Los clientes de toda la vida, familias en domingo,
señores bien vestidos, señoras a las que podía uno llamar señoras sin que le
diera la risa floja, seguían acudiendo al restaurante de ambiente tirolés de
cabezas de ciervo, manteles blancos y manteca en platitos de aluminio. Pero ya
ni el bife era el bife, ni los riñones o criadillas merecían la pena, la omelette de alcauciles estaba para devolverla a la cocina, y
las espinacas a la crema brillaban por su ausencia. José Manuel, el viejo, seco
y perfecto maître asturiano, jubilado justo cuando empezaba el declive, ya me lo
había anunciado: «Vienen otros tiempos, don Arturo. Por suerte yo no voy a
estar aquí para verlos». Al despedirnos, me regaló una taza de café con el
nombre de la Munich. «A saber dónde acabarán las otras», dijo.
Ahora he vuelto
a la ciudad, y al Alvear, y a La Biela, y a caminar unas cuadras hasta la
librería Cúspide y las otras –cada vez menos– que aún no desaparecieron del
barrio. Y al pasar ante la Munich, cerrada, me he detenido un momento, a
recordar. La vieja placa de bronce sigue atornillada junto a la puerta, y por
un momento lamenté no tener veinte años menos para venir de noche con un
destornillador y jugármela robando esa placa que a nadie importa ya. Lo malo de
vivir demasiado, o casi, es que asistes al final de muchas personas y de muchas
cosas a las que da pereza sobrevivir. Tu mundo se desvanece y el paisaje se
despuebla. Eso es lo que pienso, parado ante la placa que soy demasiado viejo
para robar. Miro a mi alrededor, desolado, y entonces tengo la suerte de ver
que un grupo de perros atraillados pasa por la vereda, moviendo el rabo. Y me
consuelo pensando que al menos, en esta ciudad que tanto amo, todavía hay
perros felices, hay libros en las librerías, el Puentecito permanece abierto en
Barracas y Gardel sigue cantando en Buenos Aires.