Los que
ya tenemos varios años - varios más de los que nos gustaría tener - hemos visto
y sobre todo padecido todos los malos - y porque no decir pésimos - gobiernos
que han asolado a la Argentina.
Los hemos
tenido dictatoriales, autoritarios, asesinos, incompetentes, venales, ridículos,
pintorescos.(y/o). Y todos han agregado su granito de arena - y algunos su
balde de cemento - para construir esta decadencia que nos atenaza.
Pero
ahora nos encontramos con una novedad. Con una nueva tipología, por si faltara
alguna. La del gobierno malevo.
Encabezado
por un matrimonio que ha mostrado poco o ningún interés por la buena educación,
las buenas maneras, la urbanidad y el respeto al prójimo, muchos argentinos
asistimos – entre sorprendidos y apenados – a esta novedosa etapa de un país
que alguna vez fue.
Claro que
todo tiene una explicación. El carácter corporativo de la sociedad argentina,
aceptado implícita o explícitamente por sus habitantes y promovido por los
políticos de distinto signo , ha llevado a la instalación, en la práctica, de
un sistema de partido único.
Y parece
natural. Los argentinos han entendido que para transitar el campo minado del
corporativismo se requiere de un gobierno que tenga cierto grado de
autoritarismo, no importando que resulte poco pulcro en el respeto a la ley.
Siempre tienen presente el explosivo fracaso de los dos gobiernos del partido
centenario, que trataron de administrar el sistema con modos más republicanos y
talante más democrático. Y acompañan la demonización del segundo gobierno
democrático que, en su particular estilo, intentó transitar hacia el capitalismo.
Y también
resulta entendible – aunque no aceptable – la actitud del matrimonio que, casi
por casualidad, accedió a la presidencia. Personas que vivieron una buena parte
de su vida adulta en un pueblo de frontera, en las épocas en que internet no
tenía su actual desarrollo. Tiempos en los que el fatídico “condicional”
demoraba y hasta imposibilitaba incluso las comunicaciones de larga distancia.
Pueblo
que no es por cierto un cenáculo intelectual. Y que para colmo – como cualquier
lugar de frontera – se poblaba con aventureros que buscaban hacerse la vida en
lugares alejados de la civilización. Algunos de los cuales, claro, ocupan y han
ocupado cargos públicos de relevancia.
Resulta
hasta casi natural entonces que la mala educación, el insulto, la amenaza, la
descalificación personal, el apriete, la falta de respeto, en suma, la
incivilidad, sea el método utilizado por
estos curiosos personajes que conforman el gobierno malevo.
Hasta
aquí lo que puede encontrar una explicación.
Pero ya
resulta más difícil entender como todos los miembros del gobierno, incluso los
que parecen tener un origen más civilizado, aceptan estas formas sin más. Y en
aras de mantenerse en los cargos públicos, aceptan convertirse en títeres de
una voz única y hacen suyo este estilo soez. Y lo adoptan como propio.
¿Tan
dulces son las mieses del poder que justifican renunciar hasta al amor propio
con tal de continuar en el cargo?
Cabe
tratar de entender la actitud de una inmensa cantidad de argentinos, que
aceptan como normal la inopia de un gobierno pendenciero. Cierto es que hemos
perdido a borbotones una educación que nos permitía discurrir con razones sobre
los avatares de la sociedad. También es cierto que nos hemos aislado del mundo.
Al que miramos desde nuestro ombligo y criticamos sin entenderlo.
Pero
también es cierto que no se puede dejar de advertir el tajo que ha producido en
nuestra sociedad este gobierno malevo. Ni la violencia que se expresa a diario
y que parece impregnar la convivencia.
Y que,
finalmente, las palabras y la forma de expresarlas no son anécdotas. Son
actitudes. Actitudes que nos llevan por derroteros fragosos. Porque la
violencia siempre es un proceso que comienza con palabras de más y termina con
personas de menos.
Por eso
la pregunta:¿ Hasta donde puede llegar esta degradación, que ya parece
irreversible?
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