Les
presento a un grupo de personas que, sin duda, han tenido la tragedia de
comenzar a transitar por la vida en condiciones desgraciadas. Hijos de
terroristas, de asesinos, de cómplices o de simples viandantes que estaban en
el lugar equivocado en el momento en que los militares desplegaron su sinrazón.
Conocen
el duro oficio de creer que son otros de los que realmente son. Y el mal
despertar de encontrarse con sí mismos.
Son
víctimas inocentes de haceres ajenos. Y por cierto que esta sociedad absurda
que hemos sabido construir les debe algún pedido de perdón.
No
podemos ni debemos exigirles equilibrio ni generosidad. A su aire, algunos lo
tendrán y otros no. El sufrimiento modela de muchas formas a los seres humanos.
Pero nunca parece ser neutro.
Y si a
los que mirando de afuera no se nos cayó un perdón, por lo menos debemos
exigirnos una actitud de comprensión. La mano
tendida es el esfuerzo mínimo al que estamos obligados. O deberíamos estar.
Pero hay
algo que definitivamente no podemos aceptar.
Que es la instrumentalización política de las desgracias ajenas. Tratando de crear la ficción de que el hecho
original representa de por si un valor suficiente para justificar lo
injustificable. Para estar más allá del bien y del mal. Para aceptar que es el
bueno de la película.
Y no se
trata del candidato porteño a diputado que por estos días ocupa las noticias de
última hora.
Se trata de
la patológica actitud de un gobierno que se monta en las desgracias de estas
gentes para hacerle ver a los ciudadanos su supuesta preocupación por los tan
remanidos derechos humanos.
Cada uno
verá causas distintas en este embusterío. Personalmente solo veo ignorancia,
irresponsabilidad y mala uva.
Pero el
hecho es que les resulta fácil convocar interesados para participar de este
corronchoso espectáculo.
Es
natural. Todos han sido mimados como héroes por nuestra irresponsabilidad
colectiva. Los más tendrán, por cierto, el resentimiento que resulta casi natural
a su condición. Y además se les ofrece dineros públicos para transitar una etapa
de su vida que promete ser mejor.
Por eso
resulta difícil pedirle al candidato portador de esta ficción una actitud más
sociable. Máxime conociendo su precariedad intelectual.
Y demás
está decir que esta actitud gamberra no resulta muy diferente a la que
ensayarían ante una situación similar la inmensa mayoría de los personeros políticos
que han secuestrado el estado y tomado de rehenes a los ciudadanos.
Más que
criticar a este malaventurado muchacho, deberíamos dedicar nuestro tiempo a
indagar sobre nuestra responsabilidad como habitantes que parecen haber renunciado
a sus derechos ciudadanos. Porque premiar al corrupto o aplaudir al mentiroso
no invita a la esperanza.
Y
recordarles a los miembros de esta familia de orígenes cambiados que tienen la
obligación de sostener la vigencia irrestricta de las leyes. Porque casualmente
fue su quebrantamiento lo que los privó de ser quienes realmente eran.