¿Que visión de la historia argentina
reciente tiene un joven que está en sus veinte, veinticinco, treinta años de
edad?
No conocieron las épocas de los
gobiernos militares que nos agobiaron desde 1930 ni todas las cosas –
generalmente malas – que acaecieron durante esos tiempos. Eso si, se les ha
enseñado que fueron épocas oscuras donde se violaban sistemáticamente los más
elementales derechos de las personas, donde los ciudadanos desaparecían
corrientemente, dada la brutalidad de los gobiernos militares, donde existían
campos de concentración y se vivía bajo un régimen de terror similar a la Alemania nazi.
Curiosamente – o no tan curiosamente – este es el ejemplo que se convoca, evitando
comparaciones poco simpáticas con otros sistemas totalitarios como al Rusia
soviética o la Cuba
castrista.
Y que los luchadores por la libertad
fueron sistemáticamente exterminados, sus hijos secuestrados y sus amigos y
parientes torturados y encarcelados en siniestras mazmorras.
Menuda sorpresa se llevarían de
saber que, por el contrario, la vida para la inmensa mayoría de los ciudadanos
de a pie durante esos años era mucho más amable que la de hoy. Y que
fundamentalmente toda la organización del estado era infinitamente más seria y
más honesta que la de hoy. Claro que mucho se escandalizarán al leer esto. Pero
con escandalizarse no se escamotea la realidad. Por de pronto, los políticos
venales e incapaces que resultan un azote para las gentes tenían poca
injerencia en la administración pública.
Eran los militares quienes tenían el
timón del estado aunque, por cierto, permeados por las corporaciones. Y debe
decirse que la carrera militar, con todas las limitaciones, carencias, rasgos
de violencia, ignorancias y escasísima aptitud para el disenso – todas
características seguramente necesarias para el menester – se nutre por lo menos
en la dedicación y el compromiso con lo que ellos entienden como país, patria,
nación. Aunque, como es natural, muchas veces el acceso a las arcas públicas les
despertaba nuevas simpatías como la de engordar la billetera. Siempre, por
cierto, con más discreción que las guarangadas que hemos visto ultimamente..
La mayoría de los temas se discutían
públicamente, con incluso más respeto por el disenso que durante los dos últimos
turnos democráticos, como cualquiera puede apreciar recorriendo los diarios de
la época. Con las limitaciones impuestas por una censura que recordaba el
respeto que debía guardarse a los señores generales y a lo que se consideraban
las buenas costumbres. Porque en esas épocas, fumar un porro era un delito
severo, ser homosexual un desvío inaceptable de la naturaleza y hasta llevar el
pelo largo una alteración de la urbanidad.
Por cierto que esos criterios no
eran exclusivos de los militares. Respondían a una forma conservadora y
autoritaria de moldear la realidad. Salvo en aquellas sociedades de talante más
liberal. Y claro, mostrarse activa y extremadamente de izquierdas una
perversión que justificaba la expulsión del impertinente de los cargos públicos
en que pudiera influir con tan peligrosa forma de pensar. Para no hablar de los
degenerados que pretendían separarse de su mujer para juntarse con la
secretaria. O las malas madres que pretendían abandonar a su marido para
abarraganarse con el kinesiólogo. (En
esa época no se había alumbrado todavía la profesión de “personal treiner”)
Todo debía hacerse con discreción.
Sin que se enteraran los vecinos ni los obispos.
Pero salvo manifestaciones puntuales
de violencia extrema, como la quema de las iglesias, la destrucción de clubes
considerados oligarcas y por cierto más graves como el bombardeo de plaza de
mayo o el fusilamiento de militares simpatizantes del líder más popular, la
sociedad argentina era pacífica. O por lo menos relativamente pacífica Por
cierto no conocía las violencias apabullantes que campeaban en la mayoría de
los países de latinoamérica.
Hasta que todo cambió a fines de los
años 60.
(continuará)