James Nielsen
Revista Noricias
6/04/2018
Año tras
año, los izquierdistas, kirchneristas y otros paladines del bien en su lucha
eterna contra el mal festejan con orgullo desafiante el aniversario del golpe
de Estado de 1976. Parecen entender que en cierto modo fue obra suya. No les
molesta saber que, de haber logrado los militares remodelar el país como se
habían propuesto, ellos también hubieran sacralizado el 24 de marzo. Tampoco
les impresiona el que lo lógico sería que los comprometidos con los valores
democráticos y el respeto por los derechos humanos celebraran con el fervor
correspondiente el 10 de diciembre por tratarse de una fecha patria mucho más
importante porque en aquel día de 1983 se restauró el orden constitucional,
mientras que pasarían por alto una efeméride que en su opinión sólo merecería
la aprobación de un puñado de derechistas nostálgicos.
Si bien son
cada vez más los que piensan así, hasta ahora no les ha sido dado hacer
retroceder a los resueltos a mantener el 24 de marzo como el día clave de la
historia moderna del país. Para estos personajes, todo cuanto ha ocurrido desde
entonces está relacionado con el golpe militar y sus secuelas. Como las
tragedias de Sófocles o Shakespeare que han conservado toda su vigencia, los
actores pueden cambiar pero los roles, y la trama, siguen siendo los mismos.
Lo último
que quieren es que la Argentina deje atrás los años setenta o, lo que a su
entender sería peor todavía, que se hiciera un análisis serio de las razones
por las que tantas personas, incluyendo a muchos políticos moderados, creían
que el golpismo era un fenómeno natural. Tampoco les parece extraño que en la
Europa de la década de los ochenta del siglo pasado virtualmente nadie
supusiera que la política debería continuar girando en torno a los
acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, una catástrofe que fue mil veces
mayor que nuestra “guerra sucia”, mientras que aquí, a más de cuarenta años del
golpe aún abunden quienes se niegan a reconocer que en el mundo mucho ha
cambiado a partir de aquella jornada deprimente y que acaso valdría la pena no
perder más tiempo fantaseando acerca de lo que pudo haber sido.
No será
fácil convencer a “militantes” que se proclaman dueños absolutos de la Memoria,
Verdad y Justicia, así con mayúsculas, que en su caso se trata de conceptos
resbaladizos manipulados por demagogos. Tanto los protagonistas ya ancianos de
los conflictos que ensangrentaron a la Argentina de hace dos generaciones como
los más jóvenes que han hecho suyas las obsesiones de sus mayores, han
procurado –con bastante éxito, hay que decirlo– , reemplazar la memoria auténtica
de aquellos tiempos por otra ideologizada, personalizada, en la que les tocaba
a los montoneros y erpistas desempeñar un papel heroico en defensa de la
democracia.
Por el mismo motivo, prefieren ficciones, con tal que les sean convenientes, a la verdad comprobable, de ahí la sacralización del número talismánico “30.000”; como fundamentalistas religiosos, estallan de furia toda vez que alguien se anima a señalar que fue elegido por motivos propagandísticos, o sea, publicitarios, y se oponen a todo intento de averiguar cuántos desaparecidos hubo en base a la evidencia disponible.
Por el mismo motivo, prefieren ficciones, con tal que les sean convenientes, a la verdad comprobable, de ahí la sacralización del número talismánico “30.000”; como fundamentalistas religiosos, estallan de furia toda vez que alguien se anima a señalar que fue elegido por motivos propagandísticos, o sea, publicitarios, y se oponen a todo intento de averiguar cuántos desaparecidos hubo en base a la evidencia disponible.
Lo mismo
puede decirse del empleo de la palabra “genocidio”, como si todos los
asesinados por los militares pertenecieran a una etnia determinada que el
régimen quería eliminar. Fue una matanza horrenda, de acuerdo, pero el
genocidio es un crimen de dimensiones apenas concebibles en estas latitudes. El
holocausto perpetrado por los nazis y el asesinato de entre 500.000 y un millón
de tutsis en Ruanda fueron genocidios; lo hecho por la dictadura castrense no
fue comparable con tales atrocidades colectivas en que participaron muchísimos
civiles.
En cuanto a
la Justicia, la actitud de la mayoría de los militantes que llenaron la Plaza
de Mayo se asemeja a la reivindicada por su general favorito, Juan Domingo
Perón, “Al amigo todo, al enemigo ni justicia”. Lo que piden es venganza. Con
la complicidad de buena parte de una clase política intimidada, se las han
arreglado para asegurar que cualquier militar acusado de violación de los derechos
humanos se pudra hasta morir en una cárcel sin disfrutar de ningún beneficio
previsto por la ley, mientras que terroristas culpables de crímenes parecidos
se vean tratados como próceres democráticos. En principio, los “luchadores por
los derechos humanos” deberían ser los primeros en exigir que sean tratados
conforme a las normas que ellos mismos reivindican, pero pocos, muy pocos,
están dispuestos a arriesgarse así.
La postura
adoptada por los izquierdistas es paradójica; insisten en que delinquir en nombre
del Estado es infinitamente peor que hacerlo en el de una agrupación rebelde
que pertenece a lo que sería legítimo calificar del sector privado. Huelga
decir que la distinción que hacen entre la violencia estatal por un lado y, por
el otro, la de quienes la usan para apoderarse del Estado, está hecha a la
medida de “compañeros” que hicieron un aporte fundamental al golpe al
brindarles a los militares un pretexto para derrocar, con el apoyo tácito de
muchos dirigentes políticos y ciudadanos comunes, al gobierno de Isabelita,
además de popularizar la maligna idea maoísta de que “el poder nace de la boca
del fusil”.
Tanto en la
Argentina como en casi todos los demás países, los izquierdistas y los
populistas que les son coyunturalmente afines están tratando de apropiarse del
pasado por entender que, debidamente movilizado, los ayudará a incidir más en
el presente y, desde luego, en el futuro. Para los organizadores de las
manifestaciones más recientes, muy poco ha cambiado en los cuarenta y dos años
que han transcurrido a partir del golpe. Cuando miran a Mauricio Macri, ven a
Jorge Rafael Videla, Nicolás Dujovne será José Alfredo Martínez de Hoz –total,
son “derechistas”–, los detenidos por actos de corrupción son presos políticos
y Santiago Maldonado sigue siendo un desaparecido a pesar de que toda la
evidencia hace pensar que murió ahogado sin la intervención de ningún gendarme.
En las
circunstancias imperantes, la voluntad de tanta gente de aferrarse a una mezcla
de exageraciones malévolas, interpretaciones arbitrarias y mentiras no puede
sino ocasionar preocupación; sociedades enteras –entre ellas la venezolana–,
han sido arruinadas por la irracionalidad de minorías fanatizadas que
anteponían sus propias ambiciones al bienestar común. El que, a pesar de todo
lo sucedido, el kirchnerismo aliado con la izquierda dura que fantasea con
dinamitar el orden existente siga representando la alternativa más probable al
macrismo, y que iría a cualquier extremo para impedir que el país levante
cabeza, es inquietante.
Lo mismo que
en el resto del mundo, a los supuestos herederos locales de los rebeldes y
revolucionarios de otros tiempos les gusta creerse víctimas de la maldad
capitalista, imperialista, racista y, últimamente, sexista del establishment
planetario. Entre otras cosas, suponen que la condición así supuesta les ahorra
la necesidad de decirnos lo que harían para remediar las injusticias que
denuncian si regresaran al poder. Treinta o más años atrás, era posible confiar
en que, bien aplicadas, las recetas revolucionarias podrían crear sociedades
superiores a las “burguesas”, pero la experiencia nos ha enseñado que se
trataba de una ilusión trágica.
En todas partes, las distintas variantes de la izquierda están batiéndose en retirada porque han sido incapaces de elaborar programas de gobierno que no sean meramente negativos. Sin darse cuenta de ello, los progresistas se han vuelto reaccionarios, aunque pocos lo son tanto como en la Argentina; a juicio de muchos, 1976 sigue siendo el año cero y cualquier intento de separarse de él les produce indignación.
En todas partes, las distintas variantes de la izquierda están batiéndose en retirada porque han sido incapaces de elaborar programas de gobierno que no sean meramente negativos. Sin darse cuenta de ello, los progresistas se han vuelto reaccionarios, aunque pocos lo son tanto como en la Argentina; a juicio de muchos, 1976 sigue siendo el año cero y cualquier intento de separarse de él les produce indignación.
En cierto
modo, el apego a expectativas frustradas o, como ellos afirman, al “idealismo”
juvenil que se atribuyen, de quienes sigan conmemorando el 24 de marzo es
comprensible; es cuestión de casi todo su capital político y, en muchos casos,
de una fuente de ingresos nada despreciables. Puesto que desde los años setenta
los partidarios de la fantasiosa “revolución nacional y popular” no han logrado
anotarse éxitos, genuinos o virtuales, no les ha quedado más opción que la de
continuar aprovechando lo que consiguieron al ganar, de manera aplastante, la
batalla cultural que, con el respaldo de oportunistas como Néstor Kirchner y su
esposa, libraron contra quienes los habían derrotado en la lucha armada que
habían emprendido.
¿Qué
buscaban quienes colmaban la Plaza de Mayo para protestar contra los militares
ya muertos que encabezaron el golpe de 1976? Muchos se limitaban a aprovechar
una nueva oportunidad para gritar consignas contra Macri. Otros temían perder
el poder de veto sobre todo lo vinculado con el golpe de aquel año fatídico por
suponer que es un asunto exclusivamente suyo y por lo tanto debería permanecer
vedado a quienes no comparten sus preferencias, prejuicios y trayectorias. Así
y todo, sin que el gobierno de Cambiemos los haya alentado, algunos
investigadores y periodistas están llegando a la conclusión de que al país le
convendría que el pasado oficial, por decirlo de algún modo, dejara de ser un
espejo distorsionador diseñado no para reflejar la verdad auténtica sino una
versión engañosa inventada por una facción política rencorosa.
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