No pasa nada, se puede
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No se llama Asun, pero da igual. O a
lo mejor es verdad que se llama Asun. Podría llamarse de cualquier modo. Nació
en un pueblo de Extremadura. Es morena, con el pelo largo. Muy eficaz en su
trabajo. A los diecipocos, sin demasiados estudios ni perspectiva laboral
alguna, se casó con un hijo de puta que a los pocos meses, cuando quedó
embarazada de su primer hijo, empezó a pegarle. Todo fue a más con el paso del
tiempo: palizas, maltrato verbal, reproches que ella encajaba con sumisa
resignación. Qué otra cosa podía hacer, me cuenta. Estaba educada para eso.
Para aceptar que él tenía razón porque traía el dinero a casa, y yo no era
nadie: la que cocinaba, planchaba y paría hijos. En plural, pues ya teníamos el
segundo. La que lo necesitaba a él para vivir, y le estaba obligada en todo.
¿Dónde iba a ir, si no? Sin él no era nada. Eso era lo que yo misma me decía
mientras soportaba aquello. Él me daba un hogar, y sin él no era nada.
Asun recuerda todo eso por algo que
ocurrió hace unos días. Y para entenderlo hay que saber lo que le pasó antes.
Yo sé lo que pasó, pues la conozco hace veinticinco años, así que no necesito
que me lo cuente otra vez. Sé del infierno que vivió atemorizada, indecisa,
atrapada en la trampa sin poder, o creyendo que no podía, valerse por sí misma.
Denunciar a un marido, en aquel tiempo y en su ambiente, era algo impensable. O
dejarlo. Ni se le pasaba por la cabeza. Incluso creía, de buena fe, ser
culpable de cuanto ocurría. Hasta que al fin, después de otra paliza, incapaz
de soportar más, cogió a sus dos hijos pequeños y se fue. Primero al pueblo,
con sus padres. Después buscó una casa y un trabajo. Algo humilde, claro, pues
a los veintiocho años no tenía preparación para nada, o eso creía ella.
Hizo un poco de
todo. Fregó suelos, lavó platos, sirvió en cafeterías, pintó paredes. Poco a
poco fue pagando el alquiler, la luz, el agua, las cosas de los críos. Empezó a
salir adelante. Llegaba a casa destrozada a las tantas, y entonces se ocupaba
de lavar, planchar, cocinar para sus hijos. Los ratos que tenía libres,
agotada, se sentaba a ver Sálvame o uno de
esos programas frívolos. Era una mujer curiosa, sin embargo. No le interesaba
la política, no votaba, pero leía algunos libros, novelas sencillas que iba
alineando en los estantes de su casa. Trabajo, televisión, algún libro. Los
críos crecieron, empezaron a ser ellos mismos. También Asun creció y fue ella
misma. Afirmó sus ideas, su visión del mundo. Aprendió a gozar de la soledad
tanto como de la compañía. Tuvo un novio, buena persona, que quería casarse, o
vivir juntos, pero ella se negó. Había aprendido. Descubría libertades
insospechadas, y estaba a gusto con ellas. Nada de volver atrás.
Al fin, su trabajo se estabilizó. A
fuerza de constancia, competencia y honradez, consiguió seguridad social y
salario fijo. Una situación razonable, primero, y estable al fin, que le dio la
tranquilidad necesaria. Los hijos volaron solos. Siguió con su tele los fines
de semana, con sus novelas –románticas, históricas– de vez en cuando, siempre
que no fueran muy pesadas. Pudo ahorrar y viajó un poco. Y un día, al mirarse al
espejo, se estudió con extraña curiosidad, cayendo en la cuenta de que aquella
joven tímida y asustada, la que creyó depender de un hombre para toda la vida,
hacía tiempo que se había desvanecido para dejar sitio a la que ahora la
contemplaba desde el espejo. Una mujer distinta. Madura, serena. Libre.
Y me cuenta, al fin, lo del otro
día. Cuando estaba en su coche esperando a su hija y observó que en otro
aparcado cerca un hombre le pegaba a una mujer joven. Discutían y él le pegaba.
De pronto se vio allí otra vez, treinta años atrás. Salió del coche sin
pensarlo. Salió, me cuenta, corriendo hacia ellos. El hombre la vio venir,
arrancó el automóvil y se fue con la mujer a la que maltrataba. Y recordándolo,
Asun se queda pensativa y al fin encoge los hombros. No iba a hacerles nada,
dice. Sólo quería contarle algo a ella, a la mujer. Asomarme a la ventanilla y
decirle: «No pasa nada, vete. No tienes por qué aguantar. Te aseguro que no
pasa nada, de verdad. Si de verdad quieres, puedes irte. Yo lo hice, y te juro
que se puede».
Tras contármelo, Asun encoge otra
vez los hombros. Siente no haber llegado a tiempo para decir eso a la mujer:
«No pasa nada, chiquilla, se puede. No es el fin del mundo, sino el principio
del mundo». Después me mira y mueve la cabeza. «Lo mismo puedes escribirlo tú,
¿no?… Puede que así lo lea ella, o alguna otra. Quizá de esa manera oigan lo
que quise decir».
Y bueno. Aquí me tienen ustedes. Escribiéndolo.
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