Los
buenos artículos son buenos porque mantienen su actualidad.
Por
eso me permito repetir un artículo que escribí en este blog hace ya
varios años, con motivo de las movilizaciones ciudadanas contra la dama que
gozaba del poder por la época.
El
actor principal del artículo, defensor incondicional de la indefendible, era a
la sazón director de la Biblioteca Nacional. Y está muy bien, porque el hombre
debe haber leído. Pero además de ejercer como podía su función, tenía
tiempo para manifestar que detrás de las cacerolas se escondía la envidia que
embargaba a las protestonas,
Acá
vamos.
(O
volvemos)
LA CALENTURA
DEL PENSADOR
El pensador estaba desarbolado. Por más
ahínco que le pusiera al pensamiento, no lograba llegar a la razón última que
llevaba a las gentes a oponerse al gobierno regio.
Por cierto que su ensimismamiento
profesional le permitía apreciar los motivos rastreros que creaban tanta bulla.
Veía con indignación los ánimos execrables que buscaban desacreditar una lucha
sin par para restaurar miserables privilegios. Y, sobre todo, la maldad de los
monopolios periodísticos que fogoneaban y hasta coordinaban el golpe de
cacerola y la pregunta agresiva.
Pero de tanto esmerarse en el ejercicio
del pensamiento, un día descubrió que la causa última de todo no estaba donde
pensaba. Estaba en la enfermedad española, diseminada por Repsol en todos los
rincones de la patria.
La envidia. Uno de los siete pecados
capitales.
Ahora entiendo, pensó. Esas pobres
mujeres, movidas por mezquinos intereses, como no van a envidiar a la regia. A
esa diosa moderna que conjuga las virtudes de Venus y Minerva.
Como no van a envidiar esa belleza, ese
buen gusto, esa elegancia, esos mohines incomparables con que acompaña sus
disertaciones. Esa valentía para plantarse ante los poderosos del mundo y
exhibirles sus miserias, sus errores, sus hipocresías. Para mostrarles el
camino para mejorar sus países y atender a sus pueblos.
Para ofrecerles el camino de la
sabiduría.
Para contarle en su estilo coloquial a
los pobres chicos de universidades extranjeras, “formateados” por intereses
inconfesables, historias rocambolescas y extraordinarias.
Como no van a envidiar sus incomparables
éxitos personales y económicos.
La regia no conoce la envidia. Mueve su
bellísima cabellera al compás de sus verdades absolutas mientras las
caceroleras – como todas las envidiosas - son espectros femeninos de tinte
lívido que llevan en su cabeza infinidad de culebras.
Y como no la van a odiar los hombres
grises que acompañan a esas mujeres grises por las oscuridades de sus vidas.
Que jamás podrán acceder a esta Palas Atenea. A esta diosa olímpica.
Que solo entregó su vida a ese campeón
de mirada esquiva, con el rostro tallado por los caprichosos vientos
patagónicos. Que cual Bello Brummell fatigó sus mocasines y su chamarra de
cuero por todo el mundo conocido. Llevando el nuevo verbo y pariendo el
nacimiento de la nueva y verdadera historia.
Desde Rio Gallegos a Puerto San Julián.
De Puerto Deseado a Caleta Olivia, a Pico Truncado, a Cañadón Seco. A
Gobernador Moyano, a Bajo Caracoles. Y a la tierra prometida de Calafate,
Partenón de los dioses inmobiliarios.
Que enseñó, siguiendo a Laclau y a
Menotti, sus filósofos de cabecera, que la mejor defensa es un buen ataque.
El pensador sabía que él tampoco podía
acceder a esta hija de Zeus. Se conformaba con un beso furtivo en la mejilla en
algún acto oficial y una sutil caricia en sus manos ejemplares.
Y con mirarla diariamente por
televisión y atender sus cadenas nacionales. Que tenía grabadas y desgranaba a
diario para extasiarse con esas horas que le parecían escasas.
Y, hombre al fin, sentía la pulsión que
le producían esas manos níveas que acariciaban micrófonos rebeldes. La granada
de su boca sabia que debía saber a berries patagónicos. Y la frescura que
adivinaba en su aliento, perfumado como jazmines de patios platenses.
Y a veces hasta se animaba a imaginar
la belleza de su cuerpo admirable de Afrodita, escondido en mohaires,
cachemiras, chifóns, georgettes, rasos, tafetanes de elegancia sin par.
Hasta que un día su mujer, compañera de
tantos años, le formuló la pregunta tan temida.
¿Papito, te agarraste una calentura con
Cristina?
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