Para principios de los años 80, los vientos de
la democracia comenzaron a soplar en la Argentina. Claro que no fue azar ni
casualidad.
Porque para la misma época – año más, año menos
– colapsaron progresivamente los regímenes militares del vecindario.
Cabe pensar que la
administración estadounidense de esos tiempos comprendió que los gobiernos autoritarios
y bananeros le
habían ocasionado más zozobras que alegrías. Así que los militares a la chirona
y los políticos a ensayar sus abracadabras.
Y se votó con entusiasmo. Porque se presentó un
candidato que ilusionaba después de tantísimos años de irracionalidad y
arrebato. Y los atolondrados de costumbre – entre los que me incluyo – pensamos
que podía cambiar la historia si derrotaba al candidato peronista. Un candidato
débil y desbordado por el sindicalismo y por resabios de violencia.
Las gentes pedían paz. Además de dinero, claro.
Y se produjo el milagro.
Un talante más respetuoso en lo institucional y su espíritu pacificador
distinguieron al postulante ganador. Por lo demás, nadie sabía que proponían
los contendientes para que el país ingrese en la modernidad y participe de la
prosperidad que, hasta según el más tonto del pueblo, se merece.
Pero todos partían de la pamplina que vivimos
en un país rico y que solo basta con que el estado distribuya bien los tantos.
Por cierto que el ungido cambió el clima
espiritual de la sociedad. Llevó al banquillo de los acusados a militares
responsables de tanta malevolencia y trató de desbaratar las dos principales
corporaciones abanderadas del corporativismo y alineadas con el candidato
perdedor. Aunque fracasó en las dos acometidas. No pudo ni con la mafia
sindical ni con las tramoyas de la iglesia.
Por lo demás, mantuvo y acentuó el
funcionamiento corporativo de la sociedad hasta que la acometida se fue a hacer
puñetas antes de tiempo.
Claro que fueron muchos los que colaboraron
para ese final casi oprobioso. Un país acostumbrado a vivir al margen de la
ley; una dirigencia sindical que no le dio un minuto de respiro; militares que
aún acechaban con su intemperancia; personeros de los mil y un curros
financiados con dineros públicos y la
nueva fauna provenientes de los comités y las unidades básicas, en su inmensa
mayoría cargados de slogans, frases hechas, fantasías y necesidades económicas.
Esta especie cada vez más abundante en
embusteros, analfabetos, cantamañanas y
aficionados a lo ajeno. En fin, en todo tipo de cabroncetes que se apuntaron a
los cargos públicos.
Sin olvidar, claro, los haceres del que nos
ilusionó. Quien resultó mucho más apesebrado de lo que parecía.
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