domingo, 25 de diciembre de 2011

UNA PREGUNTA


Leyendo los diarios, viendo televisión o solo transitando por la calle uno puede observar – a decir verdad ya casi con asombro – la innumerable cantidad de lugares públicos y eventos con los nombres de los miembros del matrimonio más popular y del ex presidente fallecido recientemente. Calles, plazas, estadios, hospitales, campeonatos de lo que sea, etc.
Y no es que esté mal. Así que no debe tomarse esto como una crítica.
Solo quiero preguntar que nos dice esta ya casi aburrida nomenclatura pública acerca de  los ciudadanos argentinos y de los funcionarios de todo tipo que la eligen.
Por de pronto resulta un hecho atípico,  porque hasta donde yo sé en ningún otro lugar democrático del mundo existe esta manía denominadora. Así que algo debe expresar sobre los que las eligen tan reiteradamente y los que las aceptan como algo regular.
Por de pronto, cabe pensar que denominar un lugar o hecho – cualquiera sea – con el nombre de una persona importa rescatar sus logros y servicios a la comunidad.  Expresa en cierta forma el agradecimiento de esa comunidad por los aportes del homenajeado.
Claro que el tema ofrece otro cariz cuando siempre los distinguidos son las mismas personas. Cuando se traspasa el elusivo límite que existe entre el reconocimiento a los haceres y el culto a una persona.
Esto ya expresa un carácter casi religioso y excede la singularidad del homenaje que se pretende rendir.  Se presenta más como una devoción colectiva por algunas personas a las que se les da un carácter universal. Lo que excede el mero reconocimiento que le da un sentido particular a la denominación elegida.
Y pierde así su carácter de homenaje para transformarse en la expresión de una pertenencia.
Un paralelo con esto son las denominaciones religiosas, que expresan las creencias de las personas involucradas. Y por cierto que los ajenos a esos creeres no pueden compartir la unción porque desconocen su sentido.
Como tampoco podían participar de estos homenajes los ajenos a las creencias absolutas de los gobiernos autoritarios que hemos conocido y que designaban con los nombres de sus jerarcas cada lugar que les mereciera trascendencia pública.
Llevando nuestro análisis por otros caminos, también nos llama la atención el mal gusto de este proceder.
Porque así como habrá mucha gente que no le importa como se llame tal o cual lugar, o hasta le parece bien la uniformidad denominativa, habrá otra que le molesta, que le afecta. En fin, que no le cae bien. Y resulta que son tan ciudadanos como los primeros.
Claro que esto siempre pasa, porque resulta imposible que a todos les caiga bien un determinado nombre. Pero cuando se reitera el mismo se convierte en una desconsideración hacia los que no están de acuerdo.
Terminamos: no se trata de una crítica.
Pero desmenuzar el tema nos permite advertir que vivimos en una sociedad poco democrática, poco respetuosa de las diferencias e incapaz de advertir la indignidad de la pleitesía.
Aunque, por cierto, no estoy señalando nada nuevo.

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