Leyendo
los diarios, viendo televisión o solo transitando por la calle uno puede
observar – a decir verdad ya casi con asombro – la innumerable cantidad de
lugares públicos y eventos con los nombres de los miembros del matrimonio más
popular y del ex presidente fallecido recientemente. Calles, plazas, estadios,
hospitales, campeonatos de lo que sea, etc.
Y no es
que esté mal. Así que no debe tomarse esto como una crítica.
Solo
quiero preguntar que nos dice esta ya casi aburrida nomenclatura pública acerca
de los ciudadanos argentinos y de los
funcionarios de todo tipo que la eligen.
Por de
pronto resulta un hecho atípico, porque
hasta donde yo sé en ningún otro lugar democrático del mundo existe esta manía
denominadora. Así que algo debe expresar sobre los que las eligen tan
reiteradamente y los que las aceptan como algo regular.
Por de
pronto, cabe pensar que denominar un lugar o hecho – cualquiera sea – con el
nombre de una persona importa rescatar sus logros y servicios a la
comunidad. Expresa en cierta forma el
agradecimiento de esa comunidad por los aportes del homenajeado.
Claro que
el tema ofrece otro cariz cuando siempre los distinguidos son las mismas
personas. Cuando se traspasa el elusivo límite que existe entre el
reconocimiento a los haceres y el culto a una persona.
Esto ya
expresa un carácter casi religioso y excede la singularidad del homenaje que se
pretende rendir. Se presenta más como
una devoción colectiva por algunas personas a las que se les da un carácter universal.
Lo que excede el mero reconocimiento que le da un sentido particular a la
denominación elegida.
Y pierde
así su carácter de homenaje para transformarse en la expresión de una
pertenencia.
Un paralelo
con esto son las denominaciones religiosas, que expresan las creencias de las
personas involucradas. Y por cierto que los ajenos a esos creeres no pueden
compartir la unción porque desconocen su sentido.
Como
tampoco podían participar de estos homenajes los ajenos a las creencias
absolutas de los gobiernos autoritarios que hemos conocido y que designaban con
los nombres de sus jerarcas cada lugar que les mereciera trascendencia pública.
Llevando
nuestro análisis por otros caminos, también nos llama la atención el mal gusto
de este proceder.
Porque
así como habrá mucha gente que no le importa como se llame tal o cual lugar, o
hasta le parece bien la uniformidad denominativa, habrá otra que le molesta,
que le afecta. En fin, que no le cae bien. Y resulta que son tan ciudadanos
como los primeros.
Claro que
esto siempre pasa, porque resulta imposible que a todos les caiga bien un
determinado nombre. Pero cuando se reitera el mismo se convierte en una
desconsideración hacia los que no están de acuerdo.
Terminamos:
no se trata de una crítica.
Pero
desmenuzar el tema nos permite advertir que vivimos en una sociedad poco
democrática, poco respetuosa de las diferencias e incapaz de advertir la indignidad
de la pleitesía.
Aunque,
por cierto, no estoy señalando nada nuevo.
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