Días
pasados Beatriz Sarlo publicó en el diario La Nación un artículo que tituló:
Cuando no se piensa. Y modestamente voy a completarlo.
Cuando no
se piensa en la importancia de las palabras.
Resumo la
miga para el que no lo leyó. Se trata de
una crítica – fuerte crítica
– a los legisladores del PRO de la ciudad de Buenos Aires que se
opusieron a que Horacio Verbitzky fuera designado ciudadano ilustre de Buenos
Aires.
Por ello
los incluye en el club de los confundidos. O del corte de manga, agrega.
No
conozco exactamente los requisitos que se necesitan para entrar en este club.
Pero creo que podría apuntarme sin temor al chasco de la bolilla negra.
Y no por
defender a los legisladores amonestados. Sino porque después de leerlo me puse
a pensar. Aunque seguramente con más ahínco que resultado.
Vayamos
al grano.
Según
reza la ley 578 del artificio autónomo – pensando me acordé de Jorge Asis
- parcialmente modificada por la 1173,
la ciudad de Buenos Aires distingue como ciudadanos/as ilustres (ellos y ellas)
a las personas que se hayan destacado por la obra y la trayectoria desarrollada
en el campo de la cultura, la ciencia, la política, el deporte y la defensa de
los derechos sostenidos por la Constitución Nacional y por la Constitución de
la Ciudad de Buenos Aires.
Se
supone, o por lo menos debería suponerse, que para cumplir con el requisito de
“ilustre”, la obra y la trayectoria del homenajeado/a debe ser sobresaliente.
Que su esplendidez debe superar la rasante de lo bueno para acercarse a un
plano superior al que no accede el común de los viandantes.
Es este
el caso del señor Verbitsky a la luz de sus antecedentes y de los antecedentes
de otras personas que han dedicado sus afanes al periodismo?
Para
pensar. Y claro, para opinar, si uno es legislador de la ciudad y tiene que
decidir.
Pero
pensando y pensando vemos otro aspecto del entuerto. Porque releyendo los
requisitos establecidos por la ley, es dable interpretar que la defensa de los
derechos sostenidos por la Constitución es de por sí una buena razón para
acceder a esta distinción. Pero una interpretación más amplia y creo que más
ajustada a la intención del legislador, nos informa que cualquiera sea el campo
– la cultura, la ciencia, etc. – en el cual el propuesto haya descollado, su
trajinar no debe haber sido contrario a los derechos sostenidos por la ley
fundamental. De otra manera se produciría el escándalo de premiar con esta
distinción ciudadana a un exponente notable del hacer científico que
paralelamente promueve activamente la eliminación física de la gente alta para
tener un horizonte más despejado.
Debo
decir que personalmente no coincido con este requisito. Ni como técnica
legislativa ni como criterio de selección. Como técnica legislativa me huele a
demagogia de ocasión. Porque reglas de este tipo no se agotan en el contenido
constitucional y requerirían de una
casuística poco recomendable en una ley.
Y por otro lado, tampoco me suena adecuado como
criterio de selección. Porque pienso que el afán intelectual en todas sus
acepciones tiene por definición un carácter amoral. Porque la búsqueda
inconclusa siempre es refractaria a conceptos morales aceptados en un estadio
histórico. Por más deseables que parezcan y por más que un mínimo de ellos
hayan sido receptados por la ley.
Aclaro:
siempre que esta actitud agreste se mantenga en el mundo de las ideas y no se
exprese en la promoción o ejercicio de la violencia.
Pero con
prescindencia de lo que me guste o no me guste, ahí está la ley. Que
seguramente se dictó para cumplirse.
Y es en
este aspecto donde veo más flojo de papeles a este “amable transeúnte de cada
rincón de Buenos Aires”. Porque como es de público y notorio y él mismo ha
reconocido, perteneció a la organización terrorista Montoneros durante varios
años, aceptando el festival de violencia insensata que marcó una época del país
y allanó el camino a un cambio de estar en la Argentina y al terrorismo de
estado. Pertenencia de la nunca parece haberse arrepentido. Y que lo obligó a
exiliarse durante el gobierno peronista de entonces. Gobierno que, hasta donde
yo sé, había sido elegido en las urnas.
Y por
estos días es un defensor acérrimo y para más vocero calificado de un gobierno
enemistado con la Constitución y con las resoluciones judiciales que no le
cuadran, como ha señalado con acierto la propia señora Sarlo.
Su
historia de vida aparece entonces en permanente antagonismo con las reglas que
se han dado los ciudadanos para tratar de convivir con la mayor armonía posible
y que se plasman en la Constitución.
Y no está
mal que no le gusten. Lo que está mal es pretender recibir una distinción sin
cumplir con los requisitos exigidos por la ley.
Pero de
tanto pensar para no ser regañado por la señora Sarlo y poder acceder al
exclusivo club de los confundidos, recordé una de las características del
nuestro plexo constitucional. La que se refiere al sistema representativo.
Por
cierto, los legisladores son representantes de los ciudadanos que los votan.
Esto quiere decir – o al menos me parece – que deben cumplir con lo que los
ciudadanos les encomendaron. Y tengo la impresión que a una mayoría de esos
ciudadanos que votaron al PRO no les cae nada bien que don Verbitzky sea
nombrado ciudadano ilustre de Buenos Aires. Y no entro a juzgar las razones de
cada quien.
Por
cierto que esta afirmación es especulativa. Pero seguramente es una pregunta
que deberían hacerse los legisladores para no pasar por mandatarios infieles.
Pero aún
me queda otra mirada sobre el tema. Esta vez desde el otro lado del cristal.
La ley
que origina este entuerto requiere que la elección de un ciudadano ilustre sea
aprobada por una mayoría especial. Suena lógico. Se trata de lograr que los
ciudadanos ilustres lo sean para la mayor cantidad posible de legisladores y
ciudadanos.
No
obstante esta previsión, parece “ que desde hace unos años el reconocimiento
que supone tales distinciones ha perdido el prestigio que merece tener. Muchas
veces se ha tomado el título de Ciudadano Ilustre como un favor político y es
por este tipo de vicios que es necesario clarificar la forma de otorgamiento de
la distinción”.
Por lo
menos esto es lo que rezan los considerandos de un proyecto de ley que
pretendió modificar la forma de otorgamiento de esta nominación.
Así que
volviendo a la mirada desde el otro lado del cristal, vemos que la designación
del amigo Verbitzky no ha sido propuesta por un ciudadano independiente que
boga a su aire por izquierdas y por derechas. Ha sido propuesta por una
legisladora que parece profundamente identificada con su forma de pensar y con
su estilo de actuar. Y que se muestra como una crítica impiadosa y agresiva de
cualquier medida que tome el gobierno de la ciudad. Cualquiera sea esta. Al
punto de parecer que su actuar no tiene por objetivo una propuesta superadora
sino la de meramente obstaculizar los senderos del gobierno.
Considerando
esta circunstancia, es posible que la legisladora haya propuesto a Verbitzky
para este accésit por “una valoración política de sus ideas”?
Y hasta
puedo ir más lejos. ¿Es posible que la propuesta de esta legisladora – para más
con poco peso electoral – haya tenido por objetivo final el desenlace que
finalmente tuvo, para plantear que Verbitzky “que ha sido objeto de una
discriminación intolerable en la democracia”?
También
para pensar. Especialmente sabiendo que los políticos se especializan en
bastardear las instituciones.
“Qué les
pasó por la cabeza a los legisladores del Pro que se opusieron a que Verbitzky
recibiera la distinción?” pregunta la señora Sarlo.
Supongo
que todo esto, contesto yo. Y alguna otra cosa que seguramente se me escapa.
Que me parece que supera el calificativo de “motivo miserable.”
Finalmente,
quiero detenerme en un aspecto específico del artículo de la señora Sarlo. Es
el que está referido a la supuesta torpeza de los representantes del PRO porque
“perdieron una gran oportunidad. Sólo un político menor no se da cuenta de que
la entrada de Verbitsky a la Legislatura habría sido un acto que les convenía”.
Acá si le
debo pedir perdón a la señora Sarlo. Porque yo creía – ignorante de mi – que un
político menor es el que se saltea el sentido de la ley, se olvida de sus
mandantes y esconde las objeciones que pueda tener para lograr un resultado que
le convenga,
En fin.
Producto de no pensar en el sentido de las palabras