En la actualidad muchos políticos y casi todos los intelectuales coinciden en que la pobreza es una aberración escandalosa imputable a la perversidad del sistema capitalista, a la rapacidad insaciable de los ricos o, en el plano internacional, a la falta de solidaridad de los países desarrollados, pero tal actitud se basa en el presupuesto poco serio de que la riqueza siempre ha existido y que por lo tanto el único problema que debería preocuparnos es encontrar la forma de repartirla de manera más justa para que todos resulten beneficiados. Quienes piensan así pasan por alto el hecho evidente de que, a partir de la Revolución Industrial de más de dos siglos atrás, una proporción cada vez mayor de la riqueza ha sido creada por el hombre. Antes de ponerse a distribuirla, es por desgracia forzoso producirla. Y, lo que es peor aún, ninguna economía moderna puede funcionar sin contar con un sector financiero flexible y vigoroso.
Con todo, aunque a esta altura no tiene mucho sentido culpar al sistema capitalista como tal por la pobreza o fantasear con reemplazarlo por otro presuntamente capaz de inundarnos de bienes materiales, ya que todos los intentos por hacerlo, en especial los ensayados por comunistas, han tenido consecuencias catastróficas, no extrañaría demasiado que en los próximos años algunas sociedades occidentales optaran colectivamente por la pobreza compartida como alternativa a la desigualdad excesiva.
Se trata de un conflicto de intereses. Quienes de un modo u otro aportan más a la creación de riqueza, aunque sólo fuera porque ya tienen dinero para invertir, se creen con derecho a quedarse con una tajada sustancial de lo que a su entender es suyo, pero por razones comprensibles los demás se sienten indignados por lo que toman por una manifestación de codicia intolerable, sobre todo cuando ven que miles de millones de dólares o euros terminan en los bolsillos de financistas cuya contribución al bienestar del conjunto les parece ínfima.
La realidad desagradable así supuesta está en la raíz de la crisis que se ha apoderado de virtualmente todos los países considerados ricos. Han entrado en una fase en que mejorar la productividad a menudo tiene un impacto social muy negativo, puesto que para hacerlo los gobernantes tendrán que privilegiar a los más competitivos, entre ellos algunos que en opinión de muchos son ladrones o parásitos, porque a menos que lo hagan habrá menos recursos para repartir.
Con escasas excepciones, los gobiernos del "Primer Mundo" trataron de solucionar el problema planteado por la necesidad de aumentar el producto bruto sin privar a nadie de subsidios o servicios sociales endeudándose, pero últimamente se han sentido obligados a procurar reducir sus gastos. Apuestan a que, a pesar de los programas de austeridad que se han anunciado, las fuerzas productivas se activen antes de que los muchos que, directa o indirectamente, dependen de la ayuda social reaccionen con tanta violencia que les sea necesario apaciguarlos, pero a juzgar por lo que está sucediendo en los países del sur de Europa es poco probable que logren mantenerlos a raya por mucho tiempo más.
El sistema capitalista tiene tantos enemigos en buena medida porque es tan dinámico, tan proclive a entregarse a la "destrucción creativa" de que hablaban el alemán Werner Sombart y el austríaco Joseph Schumpeter, que los muchos que temen verse perjudicados por los cambios incesantes que provoca se sienten sin más alternativa que la de procurar frenarlo. Asimismo, propende a hacerse más exigente por momentos. Hasta las décadas finales del siglo pasado, el sistema generaba una cantidad enorme de puestos de trabajo adecuadamente remunerados aptos para personas sin muchas calificaciones educativas, pero entonces tales empleos comenzaron a escasear. La tecnología eliminó algunos, otros se vieron en efecto exportados a países como China, descolocando a millones de europeos y norteamericanos.
Para atenuar los problemas sociales y "humanos" así ocasionados, los gobiernos optaron por subsidiar a los desocupados crónicos, incorporando a algunos al sector público, y a poner en marcha programas destinados a permitirles aprender oficios que supuestamente les garantizarían una salida laboral. Por desgracia, en la mayoría de los casos los resultados han sido decepcionantes.
En Estados Unidos, se atribuye a la recesión que siguió a la debacle financiera de tres años atrás el aumento del índice de pobreza; según la oficina del Censo, el 15,1% –más de 46 millones de personas– es pobre conforme a las pautas norteamericanas que, desde luego, son mucho más generosas que las de países subdesarrollados. Si bien una canasta familiar básica cuesta menos aquí, la mayoría de los argentinos se encuentra por debajo de la línea de pobreza estadounidense, que se ubica en aproximadamente 8.000 pesos mensuales para una familia tipo de cuatro miembros.
Con todo, aunque no cabe duda de que la situación se ha visto agravada por el letargo económico de los últimos años, una eventual aceleración del crecimiento cambiaría poco. Tal y como están las cosas, parece inevitable que tanto en Estados Unidos como en el resto del planeta seguirá ampliándose la brecha que separa a quienes logran aprovechar las oportunidades brindadas por la evolución de la economía globalizada de quienes no están en condiciones de hacerlo. Para impedirlo sería necesario un grado de intervención política incompatible con la creación de riqueza suficiente como para conformar a la mayoría, pero así y todo los excluidos de la bonanza podrían preferir una sociedad estable, si bien cada vez más pobre, a una dinámica e imprevisible que no los necesita.
James Nielsen
diario de Río Negro
16-Sep-11