Soy un tipo que creció mirando Viaje a las estrellas, y
mentiría si dijera que esa serie no tuvo al menos alguna pequeña influencia en
mi visión del mundo. Lo que me encantaba de ella era su optimismo, la creencia
fundamental en su base de que la gente en este planeta, con todos nuestros
antecedentes disímiles y nuestras diferencias lisas y llanas, podemos unirnos
para construir un mañana mejor.
Todavía creo en eso. Todavía creo en que podemos trabajar
juntos para mejorar la suerte de las personas aquí en casa y en todas partes
del mundo. Y aun si nos queda por avanzar en materia de viajes a velocidad
superlumínica, todavía creo que la ciencia y la tecnología son los conductos de
transcurvatura [el sistema de desplazamiento ultraveloz que los Borg
descubrieron, en la serie] que aceleran esa clase de intercambio para todos.
He aquí otra cosa en la que creo: estamos mucho mejor
capacitados que en cualquier otra época para asumir los desafíos que
enfrentamos. Sé que eso podría sonar en contradicción con lo que estos días
vemos y escuchamos en la cacofonía de los noticieros de televisión y las redes
sociales. Pero la próxima vez que a nos bombardeen con afirmaciones
desmesuradas sobre cómo nuestro país está perdido o que el mundo se deshace en
pedazos, saquémonos de encima a los cínicos y los que quieren medrar con el miedo.
Porque, en verdad, si tuviéramos que elegir cualquier momento del transcurso de
la historia humana para vivir, elegiríamos este. Aquí en los Estados Unidos y
ahora mismo.
Comencemos por el panorama general. Por donde se lo mire,
este país es mejor, y el mundo es mejor, que era hace 50 años, 30 años o
inclusive ocho años. Dejemos a un lado los tonos sepia de la década de 1950,
cuando las mujeres, las minorías y las personas con discapacitadas quedaban
excluidas de partes enormes de la vida nacional. Sólo desde 1983, cuando
terminé la universidad, han bajado las tasas de cosas como el delito, el
embarazo adolescente y la pobreza. La expectativa de vida ha aumentado. El
porcentaje de estadounidenses con educación superior también ha aumentado.
Decenas de millones de ciudadanos han obtenido hace poco la seguridad de un
seguro de salud. Las personas negras y latinas han ascendido en las jerarquías
que lideran nuestro comercio y nuestras comunidades. La cantidad de mujeres en
nuestra fuerza de trabajo es mayor; también ganan más dinero. Las fábricas,
silenciosas en el pasado, han revivido, y sus líneas de montajes producen en
masa los componentes de una era de energía no contaminante.
Y del mismo modo que los Estados Unidos han mejorado,
también lo ha hecho el mundo. Más países conocen la democracia. Más niños van a
la escuela. Es menor el porcentaje de seres humanos que sufren hambre crónica o
viven en la pobreza extrema. En casi dos docenas de países —incluido el
nuestro— hoy las personas tienen la libertad de casarse con quien amen. Y el
año pasado las naciones del mundo se unieron y forjaron el acuerdo más amplio
en la historia de la humanidad para combatir el cambio climático.
Esta clase de progreso no ha sucedido por sí solo. Sucedió
porque la gente se organizó y votó por perspectivas mejores; porque los líderes
pusieron en práctica políticas inteligentes y con visión de futuro; porque los
enfoques de los pueblos se ampliaron, y con ellos las sociedades también lo
hicieron. Pero este progreso también sucedió porque le pudimos hallar una
vuelta científica a nuestros desafíos. La ciencia es el modo en que hemos
podido combatir la lluvia ácida y la epidemia del sida. La tecnología es lo que
nos permitió comunicarnos de un océano a otro y sentir empatía mutua cuando un
muro cayó en Berlín o apareció una personalidad de la televisión.
Esa es una de las razones por las cuales soy tan optimista
sobre el futuro: el movimiento constante del progreso científico. Pensemos en
los intercambios que hemos visto sólo durante mi presidencia. Cuando asumí,
abrí nuevos caminos al dejar de a poco la Blackberry. Hoy
leo mis resúmenes informativos en un iPad y exploro los parques nacionales con
un casco de realidad virtual. ¿Quién sabe qué clase de cambios esperan a
nuestro próximo o próxima presidente y a los que le sigan?
Por eso centré esta edición en la idea de las fronteras:
artículos e ideas sobre qué hay detrás del horizonte siguiente, sobre qué se
halla al otro lado de los obstáculos que todavía no hemos vencido. Quería indagar
en cómo avanzaremos más allá de donde estamos hoy para construir un mundo que
sea aun mejor para todos nosotros: como individuos, como comunidades, como país
y como planeta.
Porque en verdad, aunque hemos grandes avances, no nos
faltan desafíos por delante. Cambio climático. Desigualdad económica.
Ciberseguridad. Terrorismo y violencia armada. Cáncer, Mal de Alzheimer y
superbacterias resistentes a los antibióticos. Al igual que en el pasado, para
superar estos obstáculos vamos a necesitar a todo el mundo: los que diseñan las
políticas y los líderes comunitarios, los maestros y los trabajadores y los
activistas de base, los presidentes y los inminentes ex presidentes. Y para
acelerar ese cambio, necesitamos a la ciencia. Necesitamos a los investigadores
y a los académicos y a los ingenieros; a los programadores, los cirujanos y los
botánicos. Y, más importante, necesitaremos no sólo a la gente del MIT o de
Stanford o del NIH pero también a la mamá de West Virginia que se las arregla
con una impresora 3D, a la muchacha que aprende a codificar en el sur de
Chicago, al soñador de San Antonio que busca inversores para su nueva
aplicación, al papá de North Dakota que aprende nuevos conocimientos para así
poder ayudar a liderar la revolución verde.
La cuestión es que hoy necesitamos a grandes pensadores que
piensen en grande. Que piensen como cuando mirábamos Viaje a las estrellas o
Inspector Gadget. Que piensen como los niños y las niñas que conozco cada año
en la Feria de
Ciencias de la Casa
Blanca. Comenzamos esta actividad en 2010 con una premisa
simple: hay que enseñarles a nuestros muchachos y muchachas que no sólo el
ganador del Super Bowl merece ser celebrado, sino también el ganador de la
feria de ciencias. Y cuando conozco a estos jóvenes, no puedo evitar imaginarme
qué podría estar por venir: ¿qué podría pasar en la Feria de Ciencias de la Casa Blanca en cinco o
20 o 50 años? Imagino que un estudiante crea un páncreas artificial allí mismo
frente al presidente, una idea que por fin eliminará las listas de espera para
órganos críticos. Imagino a unas muchachas descubren un nuevo combustible que
se basa únicamente en la luz solar, el agua y el dióxido de carbono; a un
adolescente que hace que el voto y el activismo cívico sean tan adictivos como
revisar la línea de Twitter; al niño de Idaho que cultiva papas en una parcela
de tierra traída de nuestra colonia en Marte.
Esa clase de momentos está más cerca de lo que creemos. Mi
esperanza es que estos muchachos y muchachas —quizá algunos de sus hijos e hijas
o nietos y nietas— serán inclusive más curiosos y creativos y seguros de lo que
nosotros somos hoy. Pero eso está en nuestras manos. Debemos seguir nutriendo
la curiosidad de nuestros hijos. Debemos seguir financiando la investigación
científica, tecnológica y médica. Y sobre todo, debemos acoger la compulsión,
que es la quintaesencia nacional, de buscar nuevos horizontes y forzar los
límites de lo posible. Si lo hacemos, confío en que los estadounidenses del
mañana podrán mirar lo que hicimos —las enfermedades que vencimos, los
problemas sociales que resolvimos, el planeta que cuidamos para ellos— y cuando
vean todo eso, les resultará evidente que su tiempo es el mejor para estar
vivos. Y entonces comenzarán otra página de nuestro libro y escribirán el siguiente
gran capítulo en nuestra historia nacional, incentivados para seguir avanzando
hacia donde nadie ha ido antes.
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