Escrito en el año 2012 para el amigo Horacio Gonzalez, tiempos en los que
oficiaba de director de la Biblioteca Nacional. Y mostrando su copioso
desvarío, achacó el afán cacerolero de las señoras que se volcaban a la calle en ese entonces para protestar contra el gobierno, a la envidia que sentían por
Cristina Kirchner.
En estos días ha regresado a las arenas del disparate con su team de
intelectuales. Bienvenidos. Los extrañábamos. Hay que escuchar de todo. Aunque
no sea fácil.
El pensador estaba desarbolado. Por más ahínco que le pusiera al
pensamiento, no lograba llegar a la razón última que llevaba a las gentes a
oponerse al gobierno regio.
Por cierto que su ensimismamiento profesional le permitía apreciar los
motivos rastreros que creaban tanta bulla. Veía con indignación los ánimos
execrables que buscaban desacreditar una lucha sin par para restaurar
miserables privilegios. Y, sobre todo, la maldad de los monopolios
periodísticos que fogoneaban y hasta coordinaban el golpe de cacerola y la
pregunta agresiva.
Pero de tanto esmerarse en el ejercicio del pensamiento, un día descubrió
que la causa última de todo no estaba donde pensaba. Estaba en la enfermedad
española, diseminada por Repsol en todos los rincones de la patria.
La envidia. Uno de los siete pecados capitales.
Ahora entiendo, pensó. Esas pobres mujeres, movidas por mezquinos
intereses, como no van a envidiar a la regia. A esa diosa moderna que conjuga
las virtudes de Venus y Minerva.
Como no van a envidiar esa belleza, ese buen gusto, esa elegancia, esos
mohines incomparables con que acompaña sus disertaciones. Esa valentía para
plantarse ante los poderosos del mundo y exhibirles sus miserias, sus errores,
sus hipocresías. Para mostrarles el camino para mejorar sus países y atender a
sus pueblos.
Para ofrecerles el camino de la sabiduría.
Para contarle en su estilo coloquial a los pobres chicos de universidades
extranjeras, “formateados” por intereses inconfesables, historias rocambolescas
y extraordinarias.
Como no van a envidiar sus incomparables éxitos personales y económicos.
La regia no conoce la envidia. Mueve su bellísima cabellera al compás de
sus verdades absolutas mientras las caceroleras – como todas las envidiosas -
son espectros femeninos de tinte lívido que llevan en su cabeza infinidad de
culebras.
Y como no la van a odiar los hombres grises que acompañan a esas mujeres
grises por las oscuridades de sus vidas. Que jamás podrán acceder a esta Palas
Atenea. A esta diosa olímpica.
Que solo entregó su vida a ese campeón de mirada esquiva, con el rostro
tallado por los caprichosos vientos patagónicos. Que cual Bello Brummell fatigó
sus mocasines y su traje cruzado por todo el mundo conocido. Llevando el nuevo
verbo y pariendo el nacimiento de la nueva y verdadera historia.
Desde Rio Gallegos a Puerto San Julián. De Puerto Deseado a Caleta Olivia,
a Pico Truncado, a Cañadón Seco. A Gobernador Moyano, a Bajo Caracoles. Y a la
tierra prometida de Calafate, Partenón de los dioses inmobiliarios.
Que enseñó, siguiendo a Laclau y a Menotti, sus filósofos de cabecera, que
la mejor defensa es un buen ataque.
El pensador sabía que él tampoco podía acceder a esta hija de Zeus. Se
conformaba con un beso furtivo en la mejilla en algún acto oficial y una sutil
caricia en sus manos ejemplares.
Y con mirarla diariamente por televisión y atender sus cadenas nacionales.
Que tenía grabadas y desgranaba a diario para extasiarse con esas horas que le
parecían escasas.
Y, hombre al fin, sentía la pulsión que le producían esas manos níveas que
acariciaban micrófonos rebeldes. La granada de su boca sabia que debía saber a
berries patagónicos. Y la frescura que adivinaba en su aliento, perfumado como
jazmines de los patios de Tolosa.
Y a veces hasta se animaba a imaginar la belleza de su cuerpo admirable de
Afrodita, escondido en mohaires, cachemiras, chifóns, georgettes, rasos,
tafetanes de elegancia sin par.
Hasta que un día su mujer, compañera de tantos años, le formuló la pregunta
tan temida.
¿Papito, te agarraste una calentura con Cristina?
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