“¡Argentinos,
a las cosas!”.
Quien
no conoce esta frase y a su decidor? Por lo menos entre los portadores de un
cacho de afición a la lectura. Si se han cansado de repetirla los escribidores
seriales y los gansos con pluma. Al extremo
de aburrir.
La
completó con su presunción sobre “el
brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan
de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y
preocuparse de ellas, directamente y sin más”.
Comentario
absolutamente machista. Porque por estas épocas, sonaría mejor que las señoras
se abran el pecho a las cosas.
Pero
saben qué? Yo estoy persuadido (valga el desliz alfonsinista) que nuestro
hombre se equivocó de medio a medio.
Con
todo respeto de un lector contumaz de su obra.
Porque
casualmente una curiosidad argentina es que no se habla de las cosas. En la
Argentina se habla de ficciones, cuando no se parlotea sobre pelotudeces. Dicho
esto con perdón de público tan docto que
sigue mis pareceres.
Claro
que para anotarse con una pelotudez más (y vuelvo a rogar perdones), lo
habladores y escribidores seriales hablan de “pos verdad”. Una falsedad no es
una falsedad. Es una pos verdad, dicen los filósofos de trapo.
Pero
definitivamente no hablan de cosas. Porque casualmente “las cosas” reales están
prohibidas de mencionar. Por convenciones y miedos religiosos, psicológicos o
sociales. O por no saber que existen. O por no resultar conveniente reconocer
su existencia.
Así
que quedan las entelequias para entretenerse. Sin olvidar las pelotudeces y pos
verdades, claro.
Propias
de una sociedad escasa en conocimiento y abundante en desparpajo.
La
hipocresía es el deporte nacional. Aunque no se ofrezcan como fariseísmos si no
como atronadoras verdades.
Todo
sea por no mirarnos al espejo y reconocernos como una sociedad de otra época,
pobre en saber y discernir, poco solidaria, mentirosa, ventajera, desconsiderada
con el ajeno y mayormente carente de voluntad de mejorar.
Claro
que todo esto lo escondemos detrás de fábulas que inventamos para no
reconocernos.
Enmascarándolas,
sin hesitar, como valiosos convencimientos irrenunciables. Y por los que
estamos dispuestos a llegar a cualquier extremo.
Al
punto que muchas veces llegamos a los más extremosos de esos extremos. De esos
que significan sacrificar la racionalidad y hasta vidas de personas.
Solo
basta recordar los sacrificados por la
quimera de Malvinas. U olvidar los muertos que dejó el desvarío de la
guerrilla. O la miríada de miserables que supimos conseguir.
Y
en el mientras tanto, cada uno elige el momento que más le gusta y se
entretiene con la peor de las nostalgias: añorar lo que nunca, jamás sucedió.
Y lo
trágico es que esas que llamamos convicciones arraigadas, indubitables, son las
más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra
prisión.
Esto
también lo dijo Ortega.