martes, 26 de diciembre de 2017

PAPARRUCHADAS

“¡Argentinos, a las cosas!”.
Quien no conoce esta frase y a su decidor? Por lo menos entre los portadores de un cacho de afición a la lectura. Si se han cansado de repetirla los escribidores seriales  y los gansos con pluma. Al extremo de aburrir.
La completó con su presunción sobre “el  brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas, directamente y sin más”.
Comentario absolutamente machista. Porque por estas épocas, sonaría mejor que las señoras se abran el pecho a las cosas.
Pero saben qué? Yo estoy persuadido (valga el desliz alfonsinista) que nuestro hombre se equivocó de medio a medio.
Con todo respeto de un lector contumaz de su obra.
Porque casualmente una curiosidad argentina es que no se habla de las cosas. En la Argentina se habla de ficciones, cuando no se parlotea sobre pelotudeces. Dicho esto  con perdón de público tan docto que sigue mis pareceres.
Claro que para anotarse con una pelotudez más (y vuelvo a rogar perdones), lo habladores y escribidores seriales hablan de “pos verdad”. Una falsedad no es una falsedad. Es una pos verdad, dicen los filósofos de trapo.
Pero definitivamente no hablan de cosas. Porque casualmente “las cosas” reales están prohibidas de mencionar. Por convenciones y miedos religiosos, psicológicos o sociales. O por no saber que existen. O por no resultar conveniente reconocer su existencia.
Así que quedan las entelequias para entretenerse. Sin olvidar las pelotudeces y pos verdades, claro.
Propias de una sociedad escasa en conocimiento y abundante en desparpajo.
La hipocresía es el deporte nacional. Aunque no se ofrezcan como fariseísmos si no como  atronadoras verdades.
Todo sea por no mirarnos al espejo y reconocernos como una sociedad de otra época, pobre en saber y discernir, poco solidaria, mentirosa, ventajera, desconsiderada con el ajeno y mayormente carente de voluntad de mejorar.
Claro que todo esto lo escondemos detrás de fábulas que inventamos para no reconocernos.
Enmascarándolas, sin hesitar, como valiosos convencimientos irrenunciables. Y por los que estamos dispuestos a llegar a cualquier extremo.
Al punto que muchas veces llegamos a los más extremosos de esos extremos. De esos que significan sacrificar la racionalidad y hasta vidas de personas.
Solo basta recordar los sacrificados  por la quimera de Malvinas. U olvidar los muertos que dejó el desvarío de la guerrilla. O la miríada de miserables que supimos conseguir.
Y en el mientras tanto, cada uno elige el momento que más le gusta y se entretiene con la peor de las nostalgias: añorar lo que nunca, jamás sucedió.  
Y lo trágico es que esas que llamamos convicciones arraigadas, indubitables, son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión.

Esto también lo dijo Ortega.

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