Cada nuevo hecho que
ocurre o nos enteramos que ocurre, demuestra la lastimosa realidad de la
Argentina. Y frente a esta interminable acumulación, terminamos preguntándonos
si realmente existe la posibilidad que el país revierta su vocación de
decadencia.
Cada vez vemos más frágil ese puente de
esperanzas que se balancea sobre el abismo
atrabiliario donde anidan los espantos de lo peor.
Y cuando superamos las ganas y
abandonamos la tranquilizante y esperanzadora mirada de la ilusión, cuando
esquivamos el engaño, comenzamos a pensar que la Argentina es un país
fallido.
Porque en ese punto nos damos cuenta de la ligereza
con la que aceptamos cosas que, si nos detuviéramos en verdad a reflexionarlas,
nos resultarían inadmisibles. Como
el saqueo a que es sometido el erario público por parte de la política. Porque
no se trata del aprovechamiento silente que, en más o en menos, parece
ser la marca de la política en todo el mundo. Con sus honrosas excepciones,
claro.
Y esa gente que sin timidez ni sofoco se llevó todo lo
que encontró (y lo que no se llevó lo rompió, en el comentario irónico pero
descriptivo de Jorge Asís) aún mantiene el apoyo de una parte muy importante de
la población. Sujetos a un sistema judicial curiosísimo, también
permeado por cierto por la política. Con tiempos perpetuos para tomar
decisiones que, en cualquier democracia del mundo, lleva tiempos prudentes para
asegurar los derechos de los ofensores y razonables para satisfacer los
requerimientos de los ofendidos. Y los legisladores que, sin rubor, perciben cifras
millonarias para ellos y para sus amigotes, a los que califican de asesores. Y
tienen todavía el tupé de justificarlo, como lo hizo un palurdo que pasa por
director de cine.
Claro
que este festival de vilipendio se extiende a todos los negocios. En cada
rincón hay un negocio privado pagado con dineros públicos. Y detrás de cada
emprendedor ficticio se encuentra la mano de un político, un sindicalista, un
influyente, un empresario prebendario o una corporación. Así funciona la Argentina.O no. Aunque mantengamos
la esperanza de que las cosas mejoren como por arte de birlibirloque. Toreando la realidad y mirando para otro lado
para acompañar el estar de la tribu, aunque haya algo que chirríe muy en el
fondo de nuestras conciencias. Así evitamos la intemperie desapacible del
pensamiento solitario.
Muchos dicen, y con mucha razón, que el peronismo ha
desmontado un país posible para reemplazarlo por un disparate imposible. Y que
ese esperpento que llamamos peronismo es una sociedad ponzoñosa cuyo único
objetivo es alcanzar el poder y la caja. Lo demás – Macbeth
dixit - son cuentos contados por idiotas, llenos de ruido y de furia que no
significan nada. Como
lo muestra Osvaldo Soriano en “No habrá más penas ni olvido”, cuando un joven de izquierdas y un fascista se
disparaban el uno al otro al grito de “¡Viva Perón, carajo!”.
M
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