¿Qué visión de la historia reciente tiene un joven que está en sus veinte, veinticinco, treinta años de edad?
Por su edad no conocieron las épocas de los gobiernos militares ni todas las cosas - generalmente malas - que acaecieron durante esos tiempos. Eso sí; se les ha enseñado que fueron tiempos oscuros donde se violaban sistemáticamente los más elementales derechos de las personas, donde los ciudadanos desaparecían corrientemente, dado la brutalidad de los gobiernos militares, donde existían campos de concentración y se vivía bajo un régimen de terror similar a la Alemania nazi. Curiosamente - o no tan curiosamente - éste es el ejemplo que se convoca, evitando comparaciones poco simpáticas con otros sistemas totalitarios como la Rusia soviética o la Cuba castrista.
Y que los luchadores por la libertad fueron sistemáticamente exterminados, sus hijos secuestrados y sus amigos y parientes torturados y encarcelados en siniestras mazmorras.
Menuda sorpresa se llevarían de saber que, por el contrario, la vida para la inmensa mayoría de los ciudadanos de a pie durante esos años era mucho más amable que la de hoy. Y que fundamentalmente toda la organización del estado era infinitamente más seria y más honesta que la actual. Claro que muchos se escandalizarán al leer esto. Pero con escandalizarse no se escamotea la realidad. Por de pronto estos políticos venales e incapaces que resultan un azote para las gentes tenían poca injerencia en la administración pública.
Eran los militares quienes tenían el timón del estado, aunque permeados por cierto por las corporaciones. Y debe decirse que la carrera militar, con todas las limitaciones, carencias, rasgos de violencia, ignorancias y poca aptitud para el disenso - todas características necesarias para el menester - se nutre por lo menos en la dedicación y en el compromiso con lo que ellos entienden como país, patria, nación. Aunque como es natural en algunos casos el acceso a las arcas públicas les despertaba nuevas simpatías como la de engordar la billetera.
La mayoría de los temas se discutían públicamente, con hasta incluso más respeto por el disenso que durante el cuarto y quinto turno democrático, como cualquiera puede apreciar recorriendo los diarios de la época. Con las limitaciones impuestas por una censura que recordaba el respeto que debía guardarse a los señores generales y a lo que se consideraban las buenas costumbres. Porque en esas épocas fumar un porro era un delito severo, ser homosexual un desvío inaceptable de la naturaleza y hasta llevar el pelo largo una alteración de la urbanidad.
Por cierto que estos criterios no eran exclusivos de los militares sino que respondían a una forma conservadora y autoritaria de moldear la realidad propia de la época. Salvo en aquellas sociedades de talante más liberal. Y claro, mostrarse activamente de izquierdas una perversión que justificaba la expulsión del impertinente de los cargos públicos en que pudiera exponer tan peligrosa forma de pensar. Para no hablar de los degenerados que pretendían separarse para juntarse con la secretaria, o las malas madres, que pretendían abandonar a su marido para irse a vivir con el kinesiólogo. (En esa época no se había alumbrado todavía la profesión de “personal trainer”)
Debe recordarse también que todas estas imposiciones de los gobiernos cívico – militares resultaban más amables, que las ensayadas por el líder más popular durante sus primeros gobiernos.
Pero salvo manifestaciones puntuales de violencia extrema como la quema de las iglesias, la destrucción de clubes considerados oligarcas y por cierto más graves como el bombardeo de plaza de Mayo o el fusilamiento de militares simpatizantes del líder más popular, la sociedad argentina era pacífica. O por lo menos relativamente pacífica. Por cierto no conocía las violencias apabullantes que campeaban en la mayoría de los países de Latinoamérica.
Todo cambió a fines de los años 60, con la irrupción de la guerrilla y el terrorismo como consecuencia de las escaramuzas periféricas de la guerra fría. Porque definitivamente no se trató de un fenómeno argentino sino de la repercusión local de una situación mundial.
Los militares de esa época – regentes vitalicios de la paciencia argentina – respondieron con la fuerza y con la ley.
Los guerrilleros fueron derrotados, juzgados y los hallados culpables condenados a prisión.
Costó la vida de mucha gente inocente, incluso de honorables miembros del poder judicial, pero se terminó civilizadamente con una amenaza que alteraba la convivencia. Pero como consecuencia de la irrupción de la violencia terrorista algo pareció quebrarse en la sociedad argentina. Y digo pareció, para evitar las tan desagradables pedanterías categóricas. Parecería que el arrebato inherente a la condición humana, adquirió en esos tiempos una portentosa virulencia y se transformó en una militante malaventura.
Que se manifestó la noche en que los guerrilleros que purgaban su condena fueron liberados por una pueblada legalizada por el flamante gobierno del odontólogo delegado y salieron marchando de la cárcel.
Y explotó el día del retorno de líder popular en una manifestación de violencia extrema y degradante que enfrentó a los “maravillosos muchachos” con los cuerpos armados de la “columna vertebral”.
Ambos bandos tratando de cooptar la voluntad del anciano líder. Y hasta se dice de matarlo. Unos para instalar un gobierno dictatorial de corte castrista y los otros para reservarse el poder que les concedió el sistema corporativo.
Los convidados de piedra fueron como siempre los ciudadanos de a pie, que asistieron entre perplejos y atemorizados a tan extrema manifestación de barbarie.
Y claro que no todo terminó ahí. Porque la violencia guerrillera – mezcla siniestra de moralina católica y mito marxista – continuó durante el gobierno democrático con asesinatos, ataques a cuarteles militares y violencia generalizada. Y para colmo el gobierno decidió “hacer tronar el escarmiento” a través de algunos gremios y de organizaciones paraestatales creadas para destruir a los agresores.
¿Pero quiénes eran y a que respondían estos agresores? Por de pronto no luchaban por la democracia sino contra la democracia. Y esta intolerancia ideológica era apoyada y pertrechada desde el exterior por varios gobiernos dictatoriales entre los que se destacaba el de Cuba.
Y las luchas locales eran sostenidas y organizadas por algunos extremosos de izquierda, otros de raíz religiosa como pasa siempre que empiezan los tiros y por los siempre presentes simplones irresponsables o ignorantes, que no se conformaban con la violencia como categoría intelectual sino que buscaban instalarla como mito.
Y las barbaridades eran dirigidas por personajes que hicieron de la violencia y la intolerancia su forma de vida. La mayoría de los soldados, idealistas que fueron convencidos por los violentos de tomar el atajo del arrebato para cambiar un mundo injusto. Éstos, las primeras víctimas de quienes utilizaron sus ideales y sus ignorancias para asaltar el poder, quedaron envueltos en ese carácter romántico y heroico con que siempre viste el sentimiento de lucha.
Por cierto este estado de violencia desbordó las posibilidades de la sucesora de líder popular, quien convocó a las fuerzas armadas para cargarse a los agresores. Y claro que a poco los generales se cargaron a su gobierno.
Una silenciosa aceptación de las gentes cansadas de tanta violencia recibió al nuevo gobierno militar. Y los recovecos de la llamada guerra sucia no llegaban al conocimiento de la gente del común. Que tampoco se preguntaba demasiado sobre la suerte que corrían los derrotados.
Habían muchas vistas gordas.
Solo batían el parche los directamente interesados y algunas personas informadas y decentes, que rechazaban el desenfreno de las acciones militares aún a riesgo de sus vidas.
Porque los auto convocados para defender un estilo de vida y una pertenencia, a la que los argentinos parecían no querer renunciar, terminaron utilizando los mismos procedimientos que denostaban.
Seguramente nunca se podrá conocer a ciencia cierta las razones que llevaron a los dirigentes militares a actuar como actuaron. Miembros de una clase media institucionalmente dañina pero en general honorable, nunca podrán explicar – ni tampoco explicarse – porqué hicieron lo que hicieron. Como no tuvieron siquiera la decencia de permitir que el enemigo enterrara sus muertos. Claro que nunca hay una sola razón. Pero sí hay una sola enseñanza. Apartarse de la ley – aunque sea de la ley de la guerra – solo trae abusos, injusticias y tragedias.
Desde el exterior comenzaron a llegar las voces de alarma. Fueron los tan denostados países civilizados, también sufrientes enemigos de las guerrillas como moda de época, los que comenzaron a llamar la atención sobre lo malvado de los procederes.
Fue la Organización de Estados Americanos la que comenzó a investigar para recibir como respuesta que “los argentinos somos derechos y humanos”. Fueron los diversos países que comenzaron a dar asilo como combatientes de guerra a los que abandonaron la lucha. Y a los que no tuvieron ni arte ni parte. Y a los que tuvieron el arte de hacerse pasar por perseguidos.
Fue el propio presidente del llamado proceso quien reconoció los “excesos”, eufemismo utilizado para escamotear la zafiedad.
El primer presidente democrático demostró desde la época del gobierno militar su compromiso con la ley y con los derechos humanos. Y cuando asumió como tal, su decisión y valentía para llevar ante los tribunales a los responsables de tanta malevolencia.
Jueces independientes y honorables juzgaron y condenaron a los hallados culpables. Y pareció que nuevo estilo de convivencia arribaba a la Argentina. Pero no le fue fácil al primer presidente transitar su tiempo. Porque los militares se fueron con la cola entre las patas pero con las armas en la mano. Y los guerrilleros no estaban dispuestos a abandonar su feroz trajinar.
Natural. La violencia se convierte finalmente en un estilo de vida.
Y durante esos tiempos democráticos cometieron la salvajada de atacar un cuartel militar. Y los más extremistas de los uniformados, de la otra mano, también asediaron al gobierno con asonadas militares.
Pero cuando arrastrado por el vendaval de dolor, resentimiento y odio tuvo que asumir su responsabilidad como presidente con las leyes de “punto final” y “obediencia debida” fue acusado de no continuar la epopeya justiciera de la nueva inquisición.
Tampoco fueron fáciles los inicios del segundo gobierno democrático. Y valga este comentario para reiterar que la historia hay que analizarla en el contexto de su tiempo.
Pero casi cinco años de prisión y en condiciones indignas le habrán enseñado a encarar el tema con manga ancha. Y a decidir que el camino era la pacificación de los espíritus. Y así perdonó a los unos y a los otros. Finalmente hasta a los militares, que asonada mediante, intentaron condicionar su gobierno.
Claro que, aún con más intensidad que al primer presidente, también fue acusado de cómplice de los violadores de los derechos humanos.
Y es natural. Había y aún hay mucho dolor y resentimiento. Y frente a ellos no se pueden exigir razones. Los años transcurridos siempre serán pocos para cerrar las heridas de quienes vieron morir o torturar a familiares o amigos. O simplemente nunca saber nada más de ellos. Pocos también para abandonar la reflexión sobre una conducta colectiva, que permitió que se llevara la vida de nuestros vecinos. Porque como dice Robert Nozik refiriéndose al holocausto, aunque “todos no seamos responsables por lo que hicieron quienes actuaron y los respaldaron, todos estamos manchados”
Pero muchos para que una sociedad no comprenda que nada se puede construir sobre la militancia del odio y el resentimiento.
El breve período de gobierno del tercer presidente democrático tampoco alteró demasiado este espíritu de pacificación.
Pero Argentina es el país de las sorpresas.
Y el cuarto y quinta presidentes democráticos, portadores de adolescencias varias, decidieron poner nuevamente el tema en actualidad. Las razones, como he dicho refiriéndome a todos los temas de estos gobiernos, se las dejo para el análisis de los expertos en conductas humanas.
Dicen sus detractores, que durante las épocas difíciles el matrimonio estaba más ocupado en las tasas de interés que en el interés de la gente.
De ser esto cierto, se entiende más esta cruzada de conversos acompañados de irresponsables, resentidos y filibusteros.
Por cierto, el tema de los derechos humanos siempre es un algo hemipléjico. Que si se tasaran siempre se les da más a los amigos que a los enemigos. Y que esto ocurre dondequiera se mire.
Por caso los estadounidenses, autoproclamados campeones de los derechos civiles, trataron de vestir con una figura legal la harto conocida tortura del submarino. Alegaron que el colgar al sospechoso de los pies facilita y acelera la conversación. Y que el bote de agua donde de tanto en tanto le sumergen la cabeza, es necesario por los climas tórridos donde se realizan tan deliciosas tertulias.
Por su parte el gobierno español amonesta con una palmadita en las espaldas a los buenos de los abuelitos Castro, por no dejar salir a las gentes de la isla y mantener en prisión a algunos personajes rarísimos que no están de acuerdo con ellos. Como se reta al hijo o al amigo por alguna pillería intrascendente. Mientras fomentaba las andanzas de un moderno y togado Torquemada, que con jurisdicción planetaria perseguía hasta en la isla de Mompracen a todos los que él consideraba violadores de derechos humanos. Hasta que quiso indagar en algunos pecadillos del Generalísimo y fue enviado a su casa.
Claro que con prescindencia de estos y otros chascarrillos, bienvenido sea este frenesí por los derechos humanos. Nos sirven para vacunarnos contra esa enfermedad autoinmune, que vuelta a vuelta nos lleva a aceptar que el más bellaco del barrio asuma el poder público. Enfermedad que parece haberse vuelto pandemia en Argentina. Pero lo novedoso es la utilización de los derechos humanos como arma política. Y su aprovechamiento para juzgar y volver a juzgar a los ya ancianos jefes militares, olvidando hasta los principios más elementales del derecho penal. No importa que ya concurran a las audiencias en sillas de rueda, en camilla o con tubos de oxígeno.
Y que una vez producido el ajusticiamiento se pretenda enviarlos a una cárcel común, llevando sus camillas o respiradores a la misma celda de los pedófilos y asesinos seriales.
Y digo ajusticiamiento porque desde que se produce la denuncia ya se sabe que van a ser condenados. Son juicios sin incertidumbres porque los condenados han sido despojados de todos sus derechos.
Y continúan apareciendo cachafaces poco memoriosos, que de pronto recuerdan que hace treinta años fueron torturados y plantean nuevas demandas contra los agotados ancianos.
Claro que la sentencia les sirve para presentar en alguna ventanilla y lograr que los contribuyentes les recompensen las penurias que dicen haber sufrido. Porque los derechos humanos también se utilizan para distribuir recompensas.
Para poder apreciarlo se puede ver el magnífico negocio que ha montado la cabecilla de las madres circulantes, incluida una llamada universidad en la que solo dios sabe que se enseñará.
Sin olvidarnos de otros aspectos ya insólitos de esta cruzada. Como la ley dictada por los honorables representantes del pueblo – sepan ustedes disculpar este eufemismo – que habilita a los jueces para tomar compulsivamente muestras de los fluidos de los viandantes con el objeto de determinar su eventual relación de parentesco con algún desaparecido. Sin duda, una notable expresión de respeto por la intimidad de las personas.
Por cierto que todo lo que describimos no es producto de la casualidad o de una supuesta mala suerte que acecha a los argentinos. Es fruto del rechazo a todo cambio del “statu quo” que pueda alterar el sistema corporativo en que vivimos.
A todo cambio, lo llamamos crisis. Y así evadimos la angustia y la incertidumbre del mañana, pero también la esperanza de diferencia que acompaña al futuro. No advertimos debajo de nuestros pies como cambian y se mueven las placas tectónicas de la vida.
Por eso sólo podemos evadir la insatisfacción del presente huyendo hacia el pasado.
Y en eso estamos.