Resulta agobiante asistir por televisión a los episodios de inseguridad ciudadana que nos muestra la célebre pantalla chica. Episodios en los que se detienen una y otra vez y repiten con insistencia para mostrarnos una situación desbordada que parece amenazar la vida y lo que alguna vez fue el tranquilo estar de todos los ciudadanos.
Por cierto que la situación parece irse desbordando. Y también por cierto la utilizan como un arma en su lucha mediática contra un gobierno que en esta materia, como en tantas otras, parece ausente.
Pero quiero detenerme en los episodios vinculados al negocio de la droga, elemento presente en casi todos los delitos sobre los que nos informan.
Durante los demasiados años de gobiernos cívico militares, con breves interrupciones seudo democráticas, medio democráticas y entusiastamente democráticas, la droga y su tráfico no resultaban un tema de primera plana.
Claro que la había. Desde el agradable porrito hasta la destructiva cocaína. Pero no parecía ser un tema demasiado grave. Y la Argentina estaba alejada de los campos de batalla planteados por organizaciones ávidas por colocar sus productos y gobiernos interesados en evitarlo.
De más está decir que no soy un experto en el tema. Ni siquiera un conocedor. Pero supongo, como mero observador, que variopintas habrán sido las razones para que esto fuere así.
Por caso, gobiernos autoritarios que la combatían con arrebato. Y una sociedad de tono conservador, que consideraba hasta el mero consumo social como una fechoría inaceptable.
Los tiempos y los vientos fueron cambiando la agenda. No solo acá sino en todo el mundo. El consumo de drogas se comenzó a “democratizar” , el negocio se comenzó a expandir a cifras que asustan y la violencia que conlleva tan desdichado comercio comenzó a golpear las tapas de los periódicos.
Por cierto que los países con viejas historias de violencia y que ya estaban inmersos en la producción y en un importante consumo se enfrentaron con el toro más bravío. Países en los que la comezón de la muerte y de las vidas arrebatadas nunca dejaban de sorprender a los argentinos.
A tal panorama se enfrentó la democracia. Pronto ese escenario ajeno comenzó a establecerse en nuestro vecindario. Y la “regis” quedó a cargo de los sabandijas que se instalaron en los cargos públicos. Sin pudor. Y sin preparación para tan difícil acometida.
Las consecuencias están a la vista. Basta ver el crecimiento que han tenido las “villas miseria” en la ciudad de Buenos Aires ( en habitantes , 50 % entre el 2001 y el 2010) para entender que la comercialización – y ahora parece que hasta la producción – de drogas maneja territorios propios en la misma capital de la República. Y ni pensar en los aledaños del llamado gran Buenos Aires.
Sociópatas desarraigados y miserables sin escrúpulos bajan de Paraguay, Bolivia – y ahora hasta de Colombia y México – para implantar la muerte como cotidianeidad. El gran negocio se ha establecido en la Argentina. Hemos logrado ser Latinoamérica.
Nuestra respuesta cultural es buscar al culpable. Y claro que resulta fácil encontrarlo en los políticos. Y acusarlos de cómplices del negocio.
Los habrá. Como en todos lados. Especialmente entre la nube de funcionarios elegidos y designados en municipios de miseria. Pero con encontrarlos no solucionamos el problema aunque apliquemos la ley.
Hay que transitar caminos más agrestes para encontrar las causas de esta siniestralidad.
De los políticos resaltemos su torpeza e ignorancia. Por cierto que no hay nada más irresponsable que la ignorancia. Y cualquier inadvertido puede apreciar escuchándolos que el problema central es su absoluta incapacidad para abordar un tema seguramente muy complejo. Y es esa misma incapacidad la que les impide apreciar la consecuencia de sus actos.
Así, hace ya más de 50 años, un grupo de ellos, embelesados con la facultad de reformar las Constitución que les otorgó el gobierno cívico-militar de turno, no tuvieron idea más peregrina de establecer “estabilidad” de los empleados públicos. Claro, querían demostrar que ellos eran tan generosos como el partido popular. Y se habrán abrazado y festejado con champagne lo que fue la partida de defunción del estado argentino.
Y durante los años de democracia convirtieron al estado en una agencia de colocación, creando una formidable paradoja. Una enorme organización poblada por cientos de miles de personajes pero vacía de conocimiento e interés.
Y estas presencias tan ignorantes como distraídas conforman un estado chapucero, incapaz de cumplir mínimamente con sus funciones. Incapaz de seguir con idoneidad una causa judicial que permita esclarecer los delitos que se cometen a diario.
Esto, por supuesto, también tiene otras consecuencias lógicas. Como la desaparición de las jerarquías que establece el conocimiento para poder apreciar los roles que cumplen los diferentes actores. Así que ya es lo mismo lo que dice una víctima, un victimario, un juez, un fiscal, un periodista, un abogado defensor o un “perejil” (picaresca novedosa para calificar a los acusados)
Y esta “armada brancaleone” , creada por la democracia, es la que debe atender la batalla contra el narcotráfico.
Batalla perdida por cierto. Ya sea porque se trata de una batalla perdida de por sí, dado que las prohibiciones nunca han dado buenos resultados . O porque carecemos de las herramientas mínimas para atender agresión tan formidable.
Lo que nos debe quedar claro es que el futuro nos depara una catarata de malas noticias.
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