Cualquiera sea la óptica con la que se analiza las distintas crisis que han golpeado la economía durante el último medio siglo, ninguna puede dejar de señalar que han sido contadas las oportunidades que se vivieron para encarar aquellas transformaciones estructurales necesarias para corregir el rumbo que el país reclamaba. Por lo general resulta políticamente incómodo adoptar decisiones que implican cambios profundos; la resistencia al cambio que ofrecen los sectores de la población acostumbrados al statu quo y la de los grupos que se benefician con el mismo, se oponen por regla a cualquier cambio que haga peligrar esa posición privilegiada.
Los cambios profundos suelen precipitarse solamente cuando la sociedad advierte los síntomas inevitables de una crisis que preanuncia el derrumbe del viejo orden. La llegada de una crisis ó de un posible estallido social facilita la toma de medidas a veces impopulares pero necesarias para establecer un nuevo ordenamiento sobre bases diferentes generando en la población una perspectiva distinta hacia el futuro. La historia reciente ofrece diversos ejemplos donde la llegada de una crisis generó un contexto favorable con escasa resistencia de los defensores del orden preexistente para llevar a cabo cambios que en su momento se consideraban casi imposibles de lograr. Pueden incluirse en ese listado la abolición del servicio militar obligatorio, la reforma constitucional con la reelección presidencial, el juzgamiento de autoridades militares por cortes civiles, la privatización de empresas públicas emblemáticas, el casamiento entre personas de un mismo sexo, etc. No obstante, salvo la reforma constitucional, no parece que los demás vayan a dejar una huella que el día de mañana sea considerada hito fundacional de un nuevo orden.
La reforma constitucional en cambio si lo tendrá por varios motivos, entre ellos, el deterioro de la calidad política e institucional con la que se lo asocia, aunque no guarde una relación directa con la misma. Es cierto que el deterioro ya se venía manifestando con anterioridad y la reforma solo lo acentuó al conferir un respaldo legal a prácticas indeseables de la democracia que desvirtúan su esencia y devalúan la actividad política a los ojos del pueblo.
La más importante es sin duda, la vocación de perpetuarse en el poder a cualquier precio, quebrando cuando sea necesario las normas vigentes que se juraron respetar. Esta actitud se ha vuelto casi habitual en la mayoría de las instituciones y organizaciones de nuestra sociedad. El apetito por el mando se ha vuelto una práctica cotidiana extendida a todos los órdenes de la vida ciudadana. Es posible advertirla en la Asociación de Fútbol donde por más de un cuarto de siglo las mismas autoridades ejercen un poder ilimitado, como en los clubes mismos, desde el más encumbrado hasta el más humilde club de barrio; en las autoridades de un consorcio de administración de un edificio de propiedad horizontal, en un club de campo ó en un barrio cerrado y hasta en la sociedad de fomento barrial. Todas padecen hoy el descontrolado deseo de perpetuación en el poder que ejercen sin rubor las autoridades que fueron elegidas para ejercerlo solamente por un período de tiempo limitado. Esta práctica encuentra su máxima expresión en las agrupaciones políticas, donde encima se la pretende justificar como una actitud natural y biológica que responde al instinto animal hacia el poder del que se nutre todo político de raza que se precie de tal.
El argumento no resiste demasiado un análisis serio. Nuestro político así como el de cualquier otra sociedad no es demasiado distinto a su colega uruguayo, escandinavo, afgano, hindú ó estadounidense. Su diferencia en el comportamiento estriba en que hay países que han sabido construir instituciones con reglas que se cumplen a rajatabla, donde se limita el poder que se le concede a los administradores de los recursos colectivos, mientras que en otros -incluyendo el nuestro-, todavía no se le ha prestado la importancia que merece este capítulo esencial para el buen funcionamiento de la democracia No existe en otros países un comportamiento virtuoso inherente genéticamente incorporado a su dirigencia, sino un estricto contralor público y popular que restringe las posibilidades de conductas impropias en el ejercicio del poder.
Estas limitaciones al poder discrecional en los cargos electivos juegan un papel trascendental en el plano económico y en el desarrollo de los pueblos. Ninguna economía compatible con un régimen democrático funciona de manera eficiente si no descansa en un conjunto de reglas a las que se deben atener todos sus participantes. Este plexo normativo es tanto más importante cuanto mas distante en el espacio y alejado en el tiempo deban llevarse a cabo los negocios y las transacciones involucradas. Las inversiones de largo plazo que se extienden por generaciones solo resultan posibles cuando existe la seguridad que se mantendrán vigentes los mismos principios que tornaron posible esa decisión en un comienzo.
La regla general en una sociedad organizada y su mercado, es que los participantes no necesitan conocerse entre sí para lograr un adecuado funcionamiento. Tampoco para conocer a quienes ocuparán algún lugar en el futuro. Por eso solamente existen actos de comercio cuando previamente existe un código de prácticas que son aceptadas y cumplidas por todos los participantes, con una administración de justicia con poder suficiente para hacer cumplir los contratos ó resarcir a los damnificados en caso de incumplimiento.
Es alrededor de esta práctica donde se conjuga el principal déficit que presenta la economía argentina para encauzar un crecimiento sustentable a través del tiempo. Esta tarea, que compete a toda la sociedad, tiene sin embargo responsabilidades bien delimitadas por la jerarquía y la jurisdicción de los diferentes actores, empezando por el poder político. La seguridad jurídica, entendiendo a ésta como el respeto a las reglas de juego, no implica el inmovilismo jurídico ni la imposibilidad de revisar la legislación, práctica necesaria en la medida que se modifican usos y costumbres de la sociedad ó frente al avance en determinada dirección que se juzga beneficiosa para el bienestar general.
La seguridad jurídica tampoco puede entenderse como una defensa de posiciones anacrónicas ó privilegios de actividades que el cambio tecnológico ó el gusto del consumidor ha tornado obsoletas. Por eso tampoco debe interpretarse –como algunos la critican- como la defensa a un derecho a la rentabilidad de las inversiones y del capital. Subrayan esa crítica, con la observación a veces cierta, que no siempre se considera con el mismo énfasis cuando se habla de seguridad jurídica, a los cambios que pueden afectar los derechos adquiridos de los trabajadores. De hecho, la seguridad jurídica debe abarcar todos los aspectos vinculados a la actividad económica: el trabajo, el arriendo, los alquileres, la tercerización ó subcontratación de actividades, el ahorro, la calidad de los productos, el cuidado del espacio público y del medio ambiente, la normativa tributaria, la zonificación urbana, etc. Una seguridad jurídica circunscripta a la defensa de las inversiones que no contempla los restantes aspectos vinculados a la actividad económica, tampoco representa una seguridad jurídica efectiva para la primera: en economía, todo tiene que ver con todo. Ni el capital ni el trabajo pueden aspirar a una estabilidad de rentabilidad y puestos de trabajo de una actividad que desaparece por obsolescencia ó por el cambio tecnológico.
No siempre resulta fácil deslindar la estrecha conexión que existe entre derechos adquiridos y seguridad jurídica. Una no conlleva necesariamente a la otra ni existe una relación biunívoca entre ambas. Por eso no existen reglas inmutables salvo la de la previsibilidad de los actos de gobierno y los fallos de la justicia. Por eso es que inmerso en este universo de normas, acciones y hechos, hay una sola conducta que distingue la vocación de ofrecer a todos la máxima seguridad jurídica: la independencia de los jueces y el respeto a la regla procesal.
Estos principios fueron enunciados en Atenas hace ya 2.500 años cuando sus dirigentes sentaron las bases para el funcionamiento de lo que constituyó una democracia como alternativa superadora del sistema agotado e impopular que entonces imperaba. Siguen siendo hoy, veinticinco siglos mas tarde, los principios que deben consolidarse para darle a cualquier sociedad la base sólida de un crecimiento con equidad.
Miguel Polanski
24-11-2009
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