El
pensador estaba desarbolado. Por más ahínco que le pusiera al pensamiento, no
lograba llegar a la razón última que llevaba a las gentes a oponerse al
gobierno regio.
Por
cierto que su ensimismamiento profesional le permitía apreciar los motivos
rastreros que creaban tanta bulla. Veía con indignación los ánimos execrables
que buscaban desacreditar una lucha sin par para restaurar miserables
privilegios. Y, sobre todo, la maldad de los monopolios periodísticos que fogoneaban
y hasta coordinaban el golpe de cacerola y la pregunta agresiva.
Pero de
tanto esmerarse en el ejercicio del pensamiento, un día descubrió que la causa
última de todo no estaba donde pensaba. Estaba en la enfermedad española,
diseminada por Repsol en todos los rincones de la patria.
La
envidia. Uno de los siete pecados capitales.
Ahora
entiendo, pensó. Esas pobres mujeres, movidas por mezquinos intereses, como no
van a envidiar a la regia. A esa diosa moderna que conjuga las virtudes de
Venus y Minerva.
Como no
van a envidiar esa belleza, ese buen gusto, esa elegancia, esos mohines
incomparables con que acompaña sus disertaciones. Esa valentía para plantarse
ante los poderosos del mundo y exhibirles sus miserias, sus errores, sus
hipocresías. Para mostrarles el camino para mejorar sus países y atender a sus
pueblos.
Para
ofrecerles el camino de la sabiduría.
Para
contarle en su estilo coloquial a los pobres chicos de universidades
extranjeras, “formateados” por intereses inconfesables, historias rocambolescas
y extraordinarias.
Como no
van a envidiar sus incomparables éxitos personales y económicos.
La regia
no conoce la envidia. Mueve su bellísima cabellera al compás de sus verdades
absolutas mientras las caceroleras – como todas las envidiosas - son espectros
femeninos de tinte lívido que llevan en su cabeza infinidad de culebras.
Y como no
la van a odiar los hombres grises que acompañan a esas mujeres grises por las
oscuridades de sus vidas. Que jamás podrán acceder a esta Palas Atenea. A esta
diosa olímpica.
Que solo
entregó su vida a ese campeón de mirada esquiva, con el rostro tallado por los
caprichosos vientos patagónicos. Que cual Bello Brummell fatigó sus mocasines y
su chamarra de cuero por todo el mundo conocido. Llevando el nuevo verbo y pariendo
el nacimiento de la nueva y verdadera historia.
Desde Rio
Gallegos a Puerto San Julián. De Puerto Deseado a Caleta Olivia, a Pico
Truncado, a Cañadón Seco. A Gobernador Moyano, a Bajo Caracoles. Y a la tierra
prometida de Calafate, Partenón de los dioses inmobiliarios.
Que
enseñó, siguiendo a Laclau y a Menotti, sus filósofos de cabecera, que la mejor
defensa es un buen ataque.
El
pensador sabía que él tampoco podía acceder a esta hija de Zeus. Se conformaba
con un beso furtivo en la mejilla en algún acto oficial y una sutil caricia en
sus manos ejemplares.
Y con
mirarla diariamente por televisión y atender sus cadenas nacionales. Que tenía
grabadas y desgranaba a diario para extasiarse con esas horas que le parecían
escasas.
Y, hombre
al fin, sentía la pulsión que le producían esas manos níveas que acariciaban
micrófonos rebeldes. La granada de su boca sabia que debía saber a berries
patagónicos. Y la frescura que adivinaba en su aliento, perfumado como jazmines
de patios platenses.
Y a veces
hasta se animaba a imaginar la belleza de su cuerpo admirable de Afrodita,
escondido en mohaires, cachemiras, chifóns, georgettes, rasos, tafetanes
de elegancia sin par.
Hasta que
un día su mujer, compañera de tantos años, le formuló la pregunta tan temida.
¿Papito,
te agarraste una calentura con Cristina?
No hay comentarios:
Publicar un comentario