LA NACION
DOMINGO 08 DE OCTUBRE DE 2017
El
cambio es la única cosa inmutable de esta vida, pensaba Schopenhauer. Parece
una boutade o el principio de un retruécano, pero expresa la gran verdad que
sacude al planeta: hasta no hace mucho la política imitaba a la geografía; las
culturas y las relaciones de los países del Norte y del Sur parecían tan estáticas
como una cordillera, un valle o una llanura. Hoy las placas tectónicas se
mueven, las rocas eternas se derrumban y el paisaje muta de manera
sorprendente: Estados Unidos encarna el proteccionismo; Rusia, el nacionalismo
imperial, y el Partido Comunista Chino, la globalización capitalista.
La Unión Europea
es acechada por neopopulismos burdos y secesionismos inquietantes, y la
Argentina marcha a contramano de casi todos ellos, tratando de construir
precisamente aquello que muchos "vanguardistas" de España, Francia y
Alemania consideran que ha entrado en crisis y debe ser descartado. El
rocambolesco escenario sirve para que los kirchneristas castiguen ese rumbo y
para que Alain Rouquié, pensador francés que se enamoró imprudentemente de su
objeto de estudio, se pregunte si no será "la hora de los peronismos"
para algunos países europeos. Vale la pena analizar un poco algunas de estas
espinas y zonceras.
El
marxismo-leninismo y sus subproductos regionales fueron el dispositivo político
que durante décadas recogió la indignación, el inconformismo social y la
oposición al "sistema", entendido éste como una democracia
institucionalista en busca de un Estado de bienestar que la izquierda creyó
siempre imposible o en todo caso decadente. No se trataba de una revolución
delirante, sino de un proyecto muy serio: la Unión Soviética era una
superpotencia y dominaba medio mundo; las otras formas del socialismo real,
aunque a veces antagónicas, operaban de algún modo bajo esa sombra gigante y
verosímil. La conquista de la prosperidad por parte de los europeos y sus
imitadores y la implosión del proyecto soviético con la consecuente caída del
Muro de Berlín pulverizaron esa bipolaridad y abrieron las puertas al
trasnochado concepto del "fin de la historia". La historia nunca se
acaba, y la pulsión antisistema, refundido el aparato que le daba cauce, buscó
una nueva alternativa. El neopopulismo, revival de experiencias anacrónicas y peligrosas, hijo
dilecto de la tara anticosmopolita y pariente atolondrado del fascismo, ocupó
entonces ese lugar vacante aprovechando los inesperados estragos que la
globalización total les iba provocando progresiva y paradójicamente a los
países poderosos. Ernesto Laclau, gurú de Cristina Kirchner pero también sumo
pontífice de las nuevas fuerzas populistas europeas, mamó su teoría de la larga
peripecia peronista; provenía de la izquierda nacional de Jorge Abelardo Ramos.
Ninguno de los dos le hizo mucho caso a Albert Camus: "Amo demasiado a mi
país como para ser nacionalista". Ni a Cela o a Pío Baroja: "El
nacionalismo se cura viajando".
El neopopulismo,
con los manuales de Laclau, fabrica divisionismos binarios, ataca en el Viejo
Continente el republicanismo desde adentro, propugna en secreto al partido
único (representación del pueblo y la patria), insinúa la necesidad de
implantar una democracia hegemónica a la manera de Perón y denuncia a las
"castas" (la dirigencia) y a sus amos corporativos, antes denominados
la sinarquía internacional. Y por increíble que parezca, con tan pobre formulario
y tan gastados clichés, logra encarnar "la rebelión".
La Argentina fue,
como contrapartida, la cuna de aquel mismo movimiento que es visto hoy como el
padre intelectual y fáctico de toda esta operación ideológica. Y que desde 1943
colonizó la lengua política, se apropió del Estado, cooptó a los sindicatos y a
muchos otros sectores económicos, gobernó a derecha y a izquierda más que nadie
y torció a su gusto el sentido común. Aquí el partido antisistema triunfó y se
convirtió en el mismísimo sistema. La corporación peronista creó principados y
barones, y volvió millonarios a muchos de sus jerarcas; se transformó así en
el statu quo, y los
resultados concretos, número a número, de su performancecompleta no dejan espacio para la duda: fabricó con
profusión una decadencia pronunciada y una alta pobreza estructural. La novedad
de las dos últimas elecciones radica tal vez en que un segmento importante de
la sociedad parece levantarse hoy contra ese hegemonismo en el que nos habíamos
acostumbrado a vivir, indignada por su secuela de corrupción e insatisfecha con
su progreso. También se trata de "una rebelión", pero en sentido
contrario a la europea: aquí hay, a su vez, "castas" que deben ser
denunciadas y un cambio de régimen que debe ser consumado, pero los rebeldes
disruptivos acusan a las oligarquías peronistas del poder permanente y reclaman
ahora la instauración no ya de una "anomalía" (como se jacta Ricardo
Forster) sino de un "país normal", el modelo clásico que llevó
bonanza a las repúblicas más evolucionadas. En esta historia de dos orillas,
conformismo y rebeldía son, según pueden apreciarse, realidades espejadas, es
decir: equivalencias exactas, pero invertidas.
En estos términos
deberían leerse algunas convulsiones que experimenta el mundo y, mientras tanto,
el lento desmoronamiento en la Argentina de una urdimbre que parecía inmortal,
formada por la divinización caudillista, el estatismo bobo y parasitario, las
mafias enquistadas y una impotencia adolescente para jugar el juego de los
adultos. La connivencia del peronismo bonaerense con el hampa policial y el
negocio narco, y también con las diversas bandas que se refugian en el
gremialismo, la Justicia, el fútbol, los punteros, los contratistas y el
funcionariado, se combinó con la desidia gestionaria, la inseguridad, el atraso
bananero y la tolerancia a la miseria crónica. Y produjo una verdadera rebelión
que se cargó hace dos años a los patrones invictos de la cuadra y encumbró una
perestroika impensable de final abierto. La Salada, el "Pata" Medina,
y la extensa galería de personajes que protagonizan los escándalos y los
juicios orales son ladrillos de ese otro Muro que se derrumba.
Primera lección
para los europeos: el populismo se hace fuerte denunciando ampulosamente el
latrocinio y las prerrogativas de los liberales, los socialcristianos y los
socialdemócratas, pero cuando se consagra y se asienta, elude el control
aplastando las instituciones, comete múltiples venalidades embozado en su
enorme poder y se crea una batería de privilegios propios, que justifica con
relativizaciones más o menos disimuladas de la "moral burguesa"; algo
que en su último libro el filósofo Miguel Wiñazki califica como "la
posmoralidad, o la indiferencia en torno a la ética".
Segunda lección:
todo populismo también involuciona hacia su irresistible radicalización
autoritaria. Se encuentra inscripto en su genoma el imperativo
"revolucionario" de no reconocer los límites, por considerarlos
trampas de la "derecha", y arrasar con todos los que pueda en nombre
de la "emancipación nacional" y el "bienestar del pueblo".
Su vocación, aunque a veces solapada, implica generar antagonismos sectoriales,
malos de película, obras maestras de la posverdad y masa crítica suficiente
como para gobernar en un permanente estado de excepción y de censura
encubierta. Esta semana y a pesar de su perezosa desmentida, Axel Kicillof
repitió el concepto que arde desde hace rato entre los ex estalinistas del
peronismo: la información es un bien público y por ello la debería brindar sólo
el Estado, porque es el único que puede publicar información objetiva. Cuando
tuvieron los medios, lo que hicieron fue ofrendar esa "objetividad"
al capricho personal de la presidenta de la Nación.
Cambiemos es el
instrumento circunstancial que han elegido los rebeldes para combatir el
sistema de estancamiento y sus filosofías despóticas. Macri tiene la fatal
responsabilidad de no defraudar expectativas, y de demostrar que la democracia
republicana será el verdugo de la desigualdad o no será nada. Porque como decía
Roosevelt: "Una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o
grande o democracia".
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