Como todas
las demás, la economía argentina es obra de generaciones. A los políticos les
gusta imaginarse capaces de cambiarla de un día otro, de ahí la pasión por
“modelos” supuestamente distintos, pero lograrlo no es tan fácil como muchos
quisieran creer. Mal que les pese a los resueltos a reestructurar la economía
para adaptarla a los tiempos que corren, decisiones que fueron tomadas en el
pasado ya remoto seguirán importando más que las medidas ensayadas por el
gobierno de turno. Y, lo que le es peor aún, todo statu quo, por aberrante que
sea, contará con defensores acérrimos.
Puede
entenderse, pues, la frustración que sienten Mauricio Macri y sus ministros.
Creen estar haciendo buena letra, acatando todas las reglas. Sus esfuerzos les
han granjeado el aplauso de los poderosos del mundo que presuntamente saben lo
que hay que hacer para que un país tan promisorio como la Argentina levante
cabeza, pero así y todo, la economía se niega a “arrancar”, para usar la
palabra que se ha puesto de moda. Cae el consumo por razones que son ajenas a
la prédica papal en contra del consumismo, las fábricas trabajan con tristeza y
si no fuera por el boom del empleo estatal y el aporte de la economía negra, la
tasa de desocupación sería muy superior a la registrada por el INDEC.
Por
deformación profesional, todos los políticos son cortoplacistas. Para los
opositores, hablar de cosas como la “herencia pesada” que recibió el Gobierno
es sólo un truco usado para minimizar la responsabilidad propia por lo que está
sucediendo. Exigen resultados inmediatos y están más que dispuestos a atribuir
los problemas actuales a lo hecho algunas semanas atrás aun cuando muchos
tienen su origen en la gestión de un gobierno ya olvidado. Es lógico: los
políticos, tanto los oficialistas como los opositores, siempre tienen que
prepararse para la próxima contienda electoral y saben que les conviene hacer
gala de su generosidad solidaria.
Felizmente
para Macri, parecería que el grueso de la ciudadanía es consciente de que al
país le costará mucho salir del pantano en que se ve atrapado desde hace muchos
años –es como si se hubiera perpetuado la Gran Depresión de
la primera mitad del siglo pasado–, razón por la cual no le conmueven las
protestas de los partidarios del orden corporativista tradicional que quieren
conservarlo. ¿Es sólo porque los macristas optaron por ampliar los programas
sociales existentes, repartiendo subsidios prenavideños a diestra y siniestra y
reduciendo algunos impuestos sin preocuparse por los feos detalles fiscales?
Parecería
que sí, pero aunque privilegiar la contención social sea moralmente correcto y,
desde luego, políticamente beneficioso, a menos que el país aumente mucho su
productividad y consiga seducir a los esquivos inversores extranjeros, la
voluntad oficial de mantener bien alto el gasto público no podrá sino provocar
lo que sería la enésima gran crisis financiera. Hasta ahora, todos los intentos
de escapar del populismo facilista que está en el ADN nacional han terminado en
lágrimas. No hay demasiados motivos para creer que el gobierno macrista haya descubierto
una piedra filosofal económica que le permitiría continuar entregando dinero a
sectores en apuros por mucho tiempo más.
Es lo que
habrá tenido en mente Roberto Lavagna, cuando, para indignación de los
macristas, vislumbró “un colapso” en el horizonte e insinuó que, para evitarlo,
serían necesarios una megadevaluación y un ajuste equiparable con el que llevó
a cabo Jorge Remes Lenikov en medio del caos que siguió a la implosión de la
convertibilidad. Si bien a los partidarios del Gobierno les resultó sencillo
descalificar a Lavagna, diciendo que es hombre del peronista movedizo Sergio
Massa y, para rematar, que no se animó a proponer “soluciones” concretas, ello
no quiere decir que su visión “catastrofista” del futuro carezca de fundamento.
Por desgracia, suelen tener razón quienes nos aseguran que en este mundo “no
hay tal cosa como un almuerzo gratis”. Tarde o temprano, alguien tiene que
pagar la cuenta.
La
estrategia de Macri se basa en la idea, que por cierto dista de ser nueva, de
que a un gobierno sensato le sea dado encandilar a los ricos del resto del
mundo hablándoles de las perspectivas espléndidas que ve frente a la Argentina con la
esperanza de que respondan dándole plata fresca. Con todo, aunque los recursos
naturales del país sí son impresionantes, su trayectoria política le juega en
contra. Puede que Macri mismo se haya convertido en una de las estrellas de un
firmamento internacional insólitamente oscuro, pero no ha conseguido borrar por
completo la sospecha difundida de que la Argentina es la madre patria del populismo y que
por lo tanto sería mejor no arriesgarse prestándole dinero. Puesto que, de
resultas de las proezas electorales de Donald Trump y sus congéneres europeos,
en el mundo actual el populismo es considerado una enfermedad que es casi tan
nociva como eran el comunismo o el fascismo de otros tiempos, el temor a que el
país pronto sufra una recaída hace que los inversores en potencia piensen dos
veces antes de comprometerse, lo que, dadas las circunstancias, es
comprensible.
Para la
llamada comunidad internacional, el triunfo de Macri el año pasado fue muy
grato pero un tanto anecdótico. Antes de convencerse de que el cambio anunciado
sea algo más que un capricho pasajero, Cambiemos o una coalición parecida
tendrían que consolidarse en el poder, marginando definitivamente al peronismo
que, tal vez injustamente, tiene la reputación de ser el artífice principal de
la prolongada decadencia nacional, de la paradoja planteada por una sociedad
que, bien administrada, estaría entre las más prósperas del mundo pero que,
para el desconcierto universal, se las ha ingeniado para depauperarse,
dejándose superar no sólo por parientes culturales como Italia y España sino
también por sus vecinos Chile y Uruguay.
Macri
apostó a que, gracias al entusiasmo motivado en el exterior por su llegada a la
presidencia y la salida de los kirchneristas, viniera un tsunami inversor que
le ahorraría la necesidad de emprender un ajuste. Mientras tanto, cuidaría el
flanco político impulsando programas asistenciales apropiados para el país
mucho más rico que, esperaba, la
Argentina pronto sería. ¿Y si el tsunami previsto no aparece?
En tal caso, estaríamos en graves problemas ya que, como señaló Lavagna, el
Gobierno –cualquier gobierno–, tendría que elegir entre dejar que el mercado
resuelva el asunto, como hizo en 2002, y tomar medidas feroces que enseguida
serían denunciadas como “salvajes” y “neoliberales”, lo que, huelga decirlo, no
ayudaría a restaurar un mínimo de tranquilidad.
De todas
formas, para que la
Argentina se recupere de décadas de facilismo consentido,
este gobierno y sus sucesores tendrían que aprobar una lista larga de
asignaturas pendientes. Con la eventual excepción del campo, ningún sector
significante es competitivo. Como están recordándonos los fabricantes locales
de computadoras, pedirles hacer frente a los chinos es inútil; para sobrevivir,
requieren barreras tarifarias altísimas que contribuyen al notorio “costo
argentino”. Lo mismo puede decirse de muchas otras ramas industriales, pero si
el país permanece encerrado en la cárcel económica de “vivir con lo nuestro” que
a través de los años se ha construido, se depauperará cada vez más. Por
desgracia, merced a Donald Trump el proteccionismo está ganando adherentes en
el mundo, lo que a buen seguro incidirá en los debates que están celebrando
aquí los políticos y empresarios, pero esquemas que podrían funcionar por un
rato en un país opulento de más de 300 millones de habitantes serían ruinosos
en uno subdesarrollado de poco más de 40 millones.
Aunque
Macri y los suyos ya están tratando de impulsar algunas reformas encaminadas a
abrir un poquito una economía casi tan cerrada como la de Corea del Norte,
prefieren demorar la reconversión que se han propuesto hasta que por fin llegue
la ayuda externa, o sea, las inversiones salvadoras. En vista de la aversión de
la clase política y afines a los ajustes, puede que no tengan más alternativa
que la de limitarse a corregir los errores más flagrantes cometidos por los
kirchneristas, pero acaso deberían tomar en serio las advertencias formuladas
en público por Lavagna y en privado por personajes menos heterodoxos acerca de
lo peligroso que sería depender demasiado del endeudamiento.
También
debería preocuparles lo que está ocurriendo, o está por ocurrir, en Estados
Unidos, Europa y China. El consenso provisional es que, con el proteccionista
Trump en la Casa Blanca
y la probabilidad de que haga subir las tasas de interés, muchos países
emergentes sufrirán una sequía financiera. De ser así, la Argentina podría estar
entre las víctimas, aunque es por lo menos factible que Trump decida dar una
mano a su “amigo”, Macri. En cuanto a Europa, sus problemas internos son tan
graves que no estaría en condiciones de ayudar a nadie, mientras que, en un
mundo atravesado por barreras comerciales, China luchará con uñas y dientes
para defender sus exportaciones, lo que sería una mala noticia para aquellas
empresas industriales que, acostumbradas como están a un mercado cautivo, no
pueden ni siquiera competir con sus nada eficaces equivalentes brasileñas.
Revista
Noticias
27/11/2016
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