De aquí a un par de años –si es que no ha ocurrido ya– saldrá de
las facultades españolas una promoción de jóvenes graduadas en Educación
Infantil y Primaria, entre las que algunas llevarán –lo usan ahora, como
estudiantes– el pañuelo musulmán llamado hiyab: esa prenda que, según los
preceptos del Islam ortodoxo, oculta el cabello de la mujer a fin de preservar
su recato, impidiendo que una exhibición excesiva de encantos físicos despierte
la lujuria de los hombres.
Ese próximo acontecimiento socioeducativo, tan ejemplarmente
multicultural, significa que en poco tiempo esas profesoras con la cabeza
cubierta estarán dando clase a niños pequeños de ambos sexos. También a niños
no musulmanes, y eso en colegios públicos, pagados por ustedes y yo. O sea, que
esas profesoras estarán mostrándose ante sus alumnos, con deliberada
naturalidad, llevando en la cabeza un símbolo inequívoco de sumisión y de
opresión del hombre sobre la mujer –y no me digan que es un acto de libertad,
porque me parto–. Un símbolo religioso, ojo al dato, en esas aulas de las que,
por fortuna y no con facilidad, quedaron desterrados hace tiempo los
crucifijos. Por ejemplo.
Pero hay algo más grave. Más intolerable que los símbolos. En
sus colegios –y a ver quién les niega a esas profesoras el derecho a tener
trabajo y a enseñar– serán ellas, con su pañuelo y cuanto el pañuelo significa
en ideas sociales y religiosas, las que atenderán las dudas y preguntas de sus
alumnos de Infantil y Primaria. Ellas tratarán con esos niños asuntos de tanta
trascendencia como moral social, identidad sexual, sexualidad, relaciones entre
hombres y mujeres y otros asuntos de importancia; incluida, claro, la visión
que esos jovencitos tendrán sobre los valores de la cultura occidental, desde
los filósofos griegos, la democracia, el Humanismo, la Ilustración y los
derechos y libertades del Hombre –que el Islam ignora con triste frecuencia–,
hasta las más avanzadas ideas del presente.
Lo de las profesoras con velo no es una anécdota banal, como
pueden sostener algunos demagogos cortos de luces y de libros. Como tampoco lo
es que, hace unas semanas, una juez –mujer, para estupefacción mía– diera la
razón a una musulmana que denunció a su empresa, una compañía aérea, por
impedirle llevar el pañuelo islámico en un lugar de atención al público. Según
la sentencia, que además contradice la doctrina del Tribunal de Justicia de la
Unión Europea, obligar en España a una empleada a acatar las normas de una
empresa donde hombres y mujeres van uniformados y sin símbolos religiosos ni
políticos externos, vulnera la libertad individual y religiosa. Lo que
significa, a mi entender –aunque de jurisprudencia sé poco–, que una azafata
católica integrista, por ejemplo, acogiéndose a esa sentencia, podría llevar,
si sus ideas religiosas se lo aconsejan, un crucifijo de palmo y medio encima
del uniforme, dando así público testimonio de su fe. O, yéndonos sin mucho
esfuerzo al disparate, que la integrante de una secta religiosa de rito noruego
lapón, por ejemplo, pueda ejercer su libertad religiosa poniéndose unos cuernos
de reno de peluche en la cabeza, por Navidad, para hacer chequeo de equipajes o
para atender a los pasajeros en pleno vuelo.
Y es que no se trata de Islam o no Islam. Tolerar tales usos es
dar un paso atrás; desandar los muchos que dimos en la larga conquista de
derechos y libertades, de rotura de las cadenas que durante siglos oprimieron
al ser humano en nombre de Dios. Es contradecir un progreso y una modernidad
fundamentales, a los que ahora renunciamos en nombre de los complejos, el
buenismo, la cobardía o la estupidez. Como esos estólidos fantoches que, cada
aniversario de la toma de Granada, afirman que España sería mejor de haberse
mantenido musulmana.
Y mientras tanto, oh prodigio, las feministas más
ultrarradicales, tan propensas a chorradas, callan en todo esto como meretrices
–viejo dicho popular, no cosa mía– o como tumbas, que suena menos machista.
Están demasiado ocupadas en cosas indispensables, como afirmar que las abejas y
las gallinas también son hembras explotadas, que a Quevedo hay que borrarlo de
las aulas por misógino, o que las canciones de Sabina son machistas y éste debe
corregirse si quiere que lo sigan considerando de izquierdas.
Y aquí seguimos, oigan. Tirando por la borda siglos de lucha.
Admitiendo por la puerta de atrás lo que echamos a patadas, con sangre,
inteligencia y sacrificio, por la puerta principal. Suicidándonos como idiotas.
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